Páginas de Filosofía, Año XXIV, Nº 27 (enero-diciembre 2023), 76-103

Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue

ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960

http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index

 

 

ARTICULOS/ARTICLES

 

 

LA TRANSMISIÓN O PARÁDOSIS EPICÚREA, ENTRE EL PROTREPTIKÓS LÓGOS Y LA PARAÍNESIS

 

EPICUREAN TRANSMISSION OR PARÁDOSIS, BETWEEN THE PROTREPTIKÓS LÓGOS AND THE PARAÍNESIS

 

Jorge Fernando Navarro

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y técnicas

jfernandonavarro@gmail.com

https://orcid.org/0009-0007-6159-0955

 

 

 

Resumen

El carácter de protreptikós lógos que presenta el incipit de la “Carta a Meneceo” resulta innegable. No obstante, el resto de la carta parece ajustarse, más que a la prótrepsis, al modelo de la paraínesis, es decir, los consejos que un Maestro ofrecía a sus discípulos. Nos proponemos mostrar que, en la Carta a Meneceo, el protreptikós lógos, es una de las formas de transmisión (parádosis) de Epicuro, que no puede darse sin la paraínesis. En este sentido, en su exposición filosófica el Maestro de Samos presentaba su doctrina del tetraphármakos, según la cual, no se han de temer a los dioses, la muerte no es nada para los hombres, el alcer es fácil de conquistar y el dolor no dura en el tiempo. Por otra parte, en lo que concierne a un razonamiento sobre el placer y su límite, este se adquiere a condición de poner en práctica un saber prudencial (phrónesis) acerca de los deseos. Con el fin de transmitir ambas cosas, Epicuro apeló a la forma de protreptikós lógos y de la paraínesis para instar a sus discípulos el cultivo de la virtud de la phrónesis, cuya primacía se halla fundamentada desde los principios mismos de la filosofía epicúrea.

 

Palabras Clave: Epicuro; Transmisión (parádosis); Protréptico (protreptikós lógos); Parenésis (paraínesis); Prudencia (phrónesis)

 

Abstract

At the beginning of the Letter to Menoeceus can be interpreted as a protreptikós lógos. However, the rest of the letter conforms to the pattern of parainesis which is the series of advice that a Master offered to his disciples, who had adhered to his philosophical school. Following this standpoint, Epicurus reminds Menoeceus of the exercise of the way of life he had chosen and the schemes (týpoi) of philosophy. This article intends to show that in the Letter to Menoeceus, both protreptikós lógos and paraínesis work as forms of transmission. By the analysis of the passages in which Epicurus refers that human beings must discover the end of nature (tò tês phýseos télos), which consists in knowing that good things (tò tón agathón péras) have a limit as well as the painful ones. The best-known formula of Epicurean ethics will also be analyzed, often called in secondary literature the tetraphármakos (quadruple medicine): “God presents no fears, death no worries. And while good is readily attainable, evil is readily endurable.” The aim of the research will be to point out that for Epicurus, the greatest source of pleasure (hedoné) is the virtue of practical wisdom (phrónesis). Connected to this, I argue that the Epicurean transmission (parádosis) used the protreptic (protreptikós lógos) and parenetic (paraínesis) discourse to urge the disciples the cultivation of phrónesis.

 

Keywords: Epicurus; Transmission (parádosis); Protreptic (protreptikós lógos); Parenetic (paraínesis); Practical wisdom (phrónesis)

 

Según los testimonios doxográficos de la Antigüedad, la mayoría de las escuelas filosóficas ─cínicos, cirenaicos, peripatéticos, estoicos, y epicúreos─ tienen alguna obra llamada “Protreptikós”. No obstante, solo algunos de los fragmentos del “Protreptikós” de Aristóteles, de Séneca, de Jámblico, y del “Hortensio” de Cicerón, han podido reconstruirse. Además de estas obras canónicas, bajo esa forma se han incluido ciertos discursos como los de Sócrates en el “Eutidemo” y el “Clitofonte” de Platón. También existen protrépticos no filosóficos; situados en los grandes dominios de las artes y de la religión; por ejemplo, el “Protréptico a la medicina”, de Galeno, y el célebre “Protréptico a los Griegos”, de Clemente de Alejandría, de carácter religioso. El llamado “género protréptico”, surgido durante la Antigüedad, fue identificado en diferentes contextos y con significados cambiantes; al respecto, vale precisar, sin embargo, que no fueron los antiguos quienes lo abordaron como un género, sino que recibió ese tratamiento en los siglos XVII y XVIII. Más tarde, durante el siglo XIX, el protréptico se estudió junto a otros géneros como el diálogo, la diatriba, la consolación, la doxografía, la autobiografía y la paraínesis (Hartlich, 1889; Jordan, 1986; Van der Meerer, 2002, 2011; Swancutt, 2004; Alieva, 2018). Se puede sostener, entonces que el protréptico se desarrolló como un particular modo de exposición resultante de una suerte de hibridación de tradiciones orales; especialmente, del diálogo. La finalidad del protréptico era mostrar que se debe filosofar, porque la vida feliz es inconcebible sin el valor absoluto de la reflexión filosófica; por ello, en la lengua griega, se hace uso del adjetivo verbal philosophetéon con este sentido de obligación: hay que filosofar.

Los actuales estudios acerca del epicureísmo griego y romano han considerado la totalidad de la Carta a Meneceo de Epicuro en relación con el llamado género protréptico (Acosta, 1980; Arrighetti, 2013; Hessler, 2014), en virtud de la forma específica, identificada como protreptikós lógos, que los filósofos adoptaron desde el siglo IV a.C para la transmisión (parádosis) de sus ideas. El término proviene del verbo protrépo, con el significado de tornar hacia; mientras que el adjetivo protreptikós es empleado en diversos tipos de argumentación y de discurso con el sentido de que exhorta a (LSJ, 1996: 1537), en alusión a la acción de exhortar para la conversión de alguien con vistas a un fin específico, o de urgir al cambio. El discurso protréptico hace uso de una retórica de la conversión, pues insta a un destinatario específico para que adopte una filosofía en orden a vivir y llevar una vida feliz ─por ejemplo, Aristóteles se dirigió a Temisón, rey de Chipre; y Epicuro a Heródoto, Pítocles y Meneceo, discípulos queridos─. Así, enuncia la urgencia de que se produzca en el discípulo un cambio de vida, propiciado por el cultivo de las virtudes y por la práctica de la sabiduría, y en función de ello, se presenta como un verdadero arte de vivir; es decir que implica una transmisión doctrinal (parádosis) con una finalidad eminentemente práctica. Por lo tanto, la relación entre la teoría y la praxis es aquí indisoluble, pues constituye un llamado a la metánoia, que consiste en la conversión a un tipo de vida mejor.

No se encuentran en estos discursos discusiones doctrinarias. Ante todo, se trata de identificar a la filosofía con la sabiduría y de presentarla como una condición sin la cual una vida feliz sería una tarea imposible, puesto que la cuestión central consiste en encaminar al discípulo a que asuma un modo de vida. Esta finalidad suprema distingue de manera tajante el protreptikós lógos de un simple discurso de propaganda (Gadamer, 1928, p. 155), del cual se distancia de forma evidente por el tipo de preguntas en las que insiste: a saber, por qué se incita a filosofar, para qué, qué ventajas tiene para la vida humana, cuál es el fin último de esta. Las respuestas a tales interrogantes configuran los temas propios del protreptikós lógos: la vinculación de la felicidad con el conocimiento, la posibilidad de adquirir la sabiduría sin depender de los bienes externos, la diferenciación entre la posesión y el uso de la sabiduría. Finalmente, puesto que filosofar es necesario para adquirir la sabiduría y la felicidad, se señala la primacía de lo bueno sobre lo útil y su carácter enseñable. Carlos Megino Rodríguez (2006, p.17) observa que el “género protréptico se define más por su propósito que por su forma literaria”; en este sentido, cabe subrayar el carácter coloquial de las obras, que no recurren a argumentaciones dialécticas sino a tesis aceptadas por el común de los hombres, las cuales se expresan, por ejemplo, en proverbios y refranes. Sin embargo, no se trata de un coloquio amable; las exhortaciones sucesivas buscan persuadir, y esto no se puede llevar adelante sin una cierta tonalidad imperativa. El proteptikós lógos, en su forma y contenido, está determinado, en gran parte, por el ámbito y la audiencia a quien se dirige; y esta situación constituye otra de sus marcas distintivas. En síntesis, se exhorta a cultivar la filosofía porque es buena (kalón), posible (dynatón), útil (ophélimon), fácil (rádion), placentera (hedý) y necesaria (anagkaíon); y si el hombre desea alcanzar la felicidad solo puede hacerlo a través de la filosofía.

El carácter de protreptikós lógos que presenta el incipit de la “Carta a Meneceo” resulta innegable. No obstante, el resto de la Carta parece ajustarse, más que a la prótrepsis, al modelo de la paraínesis, es decir, los consejos que un Maestro ofrecía a sus discípulos, los cuales ya habían adherido a las mejores prácticas de su escuela filosófica. Epicuro, en efecto, recuerda a Meneceo que ya había tomado un camino vital mediante el ejercicio del modo de vida epicúreo, por lo tanto, solo restaba recordarle los esquemas (týpoi) de la filosofía. Nos proponemos mostrar que, en la “Carta a Meneceo”, el protreptikós lógos, como una de las formas de transmisión (parádosis) de Epicuro, no puede darse sin la paraínesis. En este sentido, la exposición filosófica que el Maestro de Samos realizó en dicha carta sostiene que todo hombre debe descubrir el fin de la naturaleza (tò tês phýseos télos), lo cual consiste en saber que las cosas buenas (tò tón agathón péras) tienen un límite al igual que las dolorosas. Allí presentaba, asimismo, su doctrina del tetraphármakos, según la cual el sabio no se encuentra turbado ante las opiniones piadosas sobre los dioses ni ante la muerte, ya que ha comprendido que el fin de la naturaleza (tò tês phýseos télos), el placer (hedoné), es fácil de obtener, y que el tiempo del dolor (algedón) es breve. Por otra parte, en lo que concierne a un razonamiento sobrio (nephón logismós) sobre el placer y su límite, este se adquiere a condición de poner en práctica un saber prudencial (phrónesis) acerca de los deseos. Por ello, la división de los deseos se encuentra precedida por un extenso pasaje dedicado a argumentar en torno al sentido del límite de los placeres y de los dolores. La transmisión de Epicuro apeló a la forma de protreptikós lógos y de la paraínesis para instar a sus discípulos el cultivo de la virtud, de la phrónesis, cuya primacía se halla fundamentada desde los principios mismos de la filosofía epicúrea.

 

El Kêpos epicúreo y el sentido de la transmisión

Hacia el 307-306 a.C, con el propósito de transmitir sus enseñanzas, Epicuro decidió instalarse en Atenas. Compró, con este motivo, una casa en las afueras en la cual se concentraron rápidamente numerosos discípulos. Por entonces, Atenas era aún el eje cultural del mundo antiguo, y en ella se hallaban reunidas las grandes escuelas filosóficas de la época. La de Epicuro se conoció como el Jardín (Kêpos), por los huertos que se hallaban alrededor de la construcción central (Diógenes Laercio X, 15). La primera escuela filosófica en ser fundada, situada en los extramuros de la urbe ateniense, al noroeste, había sido la Academia de Platón; próxima a ella, se ubicó el Liceo de Aristóteles; en la zona este —siempre extramuros—, se construyó el Jardín; y, finalmente, los estoicos eligieron establecer el Pórtico intramuros, en las cercanías del ágora (Séneca “Epístola” 79, 15= Usener.188).

Las estrategias comunicativas del Maestro de Samos consolidaron un modelo unificado de transmisión (parádosis) de la doctrina que sustentaba como eje fundamental la relación mutua entre la filosofía de la naturaleza, la metodología científica y la ética (Numenio de Apamea Fragmento 24 Des Places = Eusebio “Preparación Evangélica”, XIV, 4, 16-59). Así, esta solidez de pensamiento dentro de la escuela puede situarse en correspondencia con el compromiso del epicureísmo por mostrar los vínculos sistemáticos entre la investigación de la naturaleza y el saber ético de un télos natural, el placer ─que demanda una descripción adecuada de las disposiciones de los seres humanos─.

Al conformar los principios básicos de su filosofía, Epicuro eligió como punto inicial de reflexión a la naturaleza tal como es percibida por los hombres, es decir, bajo la forma de un cierto orden; ya que, a ojos de estos, los fenómenos presentan una llamativa regularidad, concordancia y armonía. No obstante, esta descripción inmediata no debería oscurecer aquello que, aun con alguna dificultad, los hombres también han llegado a saber, que los átomos ejecutan en el vacío un movimiento ciego. En efecto, para el epicureísmo, el poder productor de la naturaleza surge de los átomos en movimiento, los cuales, por su propia constitución, no deliberan ni deciden y no gobiernan por ninguna propiedad mental. Por lo tanto, sería del todo incorrecto pensar que realizan la acción productora a la que aludíamos obligados por orden de la necesidad (Epicuro, “Carta a Heródoto”, §40-41; Lucrecio, “De Rerum Natura”, II, 125-132).

Asimismo, más allá del carácter multívoco del término phýsis, no debe olvidarse que el filósofo del Jardín insistió siempre en subrayar la relación poiético-práctica que los hombres establecen con la naturaleza, y en virtud de la cual consideraba decisivo que estos aprendieran la correcta aplicación del método inferencial. Según dicho método, lo primero que se conoce a partir de las sensaciones es el cuerpo singular; de ello, se sigue el conocimiento del cuerpo en general y, finalmente, de los principios constitutivos indivisibles e invisibles de átomos y vacío (“Carta a Heródoto”, §39-§40). Es posible vislumbrar, a partir de estas observaciones, la necesidad de que la transmisión acontezca mediante el protreptikós lógos, pero, también, a través de consejos apropiados capaces de conducir al discípulo en la tarea de direccionar sus acciones hacia el “télos —fin— natural” que es el placer (hedoné). En tal sentido, conviene recuperar el uso que Epicuro realiza del término naturaleza (phýsis) en la “Carta a Meneceo” para referirse al placer (hedoné) como bien primero (prôton agathón), congénito (suggenikós) y connatural (sýmphyton) a los hombres (Carta a Meneceo, §128). Si bien se comprende que el placer (hedoné) sea declarado el principio (arkhé) y el fin (télos) de la vida buena, (Carta a Meneceo, §129) ello no implica, de ningún modo, que la naturaleza determine normativamente las acciones que los hombres debieran llevar adelante con este propósito (Lucrecio, “De Rerum Natura”, I, vv. 1021-1022). Tampoco funciona como legisladora secretamente normativa cuya acción se prolongaría en la justicia de las instituciones. En consecuencia, es posible afirmar que Epicuro ha formulado, a través de diversos argumentos, un naturalismo complejo. Este podría resumirse a partir de una serie de tesis y sus respectivas antítesis,

las cuales constituyen el corazón doctrinal del epicureísmo (Morel, 2003; Purinton, 1993).

Para empezar, se sostiene que la naturaleza está ella misma desprovista de finalidad. No obstante, se debe vivir conforme a un fin de la naturaleza, el placer. Se postula, igualmente, que la naturaleza es neutral. En conexión con ello, la conformidad con la naturaleza no implica para el hombre la sumisión a un deber ser objetivo sino que este se referencia a aquella por un estado de hecho. Mediante el conocimiento de la naturaleza, sabe que ella proviene de un desorden; y así, el aparente orden que esta ostenta no es sino un pacto provisorio respecto de ese desorden primario. Luego, es por la conciencia de tal estado de las cosas que el hombre puede ordenar su propia alma y preservarla de la turbación. La naturaleza, por otra parte, establece límites y, en relación con ellos, el télos epicúreo es el término de un trabajo de inferencias.

Este cuerpo doctrinal, expuesto aquí sucintamente, exigía, en la articulación sistemática de sus tres partes ─la filosofía natural, la canónica y la ética─, una cuidada parádosis, una atenta y confiable estrategia de comunicación paidéutica. En definitiva, de la eficacia comunicativa dependía transmitir la filosofía misma, dirigida a señalar la capacidad de autodeterminación de los seres humanos. Además y, de manera fundamental, fue dicha parádosis la que permitió que el Kêpos se afirmara organizativamente, sostuviera su desarrollo teórico y práctico, ampliara su capacidad de perdurar en el tiempo y lograra su expansión geográfica. Nada de ello hubiera sido posible sin la fidelidad de los miembros del Jardín a la doctrina original del Maestro. En este sentido, Diógenes Laercio (X, 9) atestigua que la escuela de Epicuro en Atenas logró permanecer ininterrumpidamente y producir innumerables escolarcas ─uno tras otro─, mientras las otras desaparecían. Asimismo, la cohesión doctrinal se acompañaba de una serie de prácticas rituales recordatorias tanto de la figura de Epicuro como de los integrantes de la primera generación de la comunidad de Atenas. En efecto, con vistas a ampliar y preservar la integridad de las comunidades epicúreas, se desarrolló toda una imaginería destinada al recuerdo; en primer lugar, a través de la cantidad de niños llamados con el nombre del Maestro; pero, también, proliferaron imágenes de Epicuro en anillos y copas; y hasta se ha constatado la propagación ─en diferentes épocas─ de bustos y de testimonios de los banquetes que se celebraban en fechas especiales para honrar a Epicuro y sus sucesores (Diógenes Laercio, X, 9).

Aun si la fidelidad a la doctrina del Maestro dentro de la escuela filosófica era estricta ─tal como lo han mostrado Francesco Verde (2010) y Tiziano Dorandi (2020) ─, ello no significó que se eliminara la disensión interna. Por otra parte, esta tampoco impidió que se afianzase la ortodoxia, lo cual explica en gran manera que la doctrina haya perdurado en el tiempo. No obstante, cada vez que la ortodoxia se hallaba en peligro, solo se introducían modificaciones luego de un minucioso análisis exegético, con el fin de que nunca se distorsionaran los tópicos propios de la filosofía epicúrea. Con todo, las expulsiones de aquellos miembros de la escuela considerados disidentes constituyen un dato a tener en cuenta. Sin embargo, resulta pertinente señalar que tanto los genuinos como los disidentes se arrogaban haber logrado una interpretación exacta de las ideas del Maestro, las cuales constituían el único mensaje a ser transmitido de forma pura para lograr el efecto de conversión en quienes practicaban o se iniciaban en la filosofía epicúrea. Al respecto, no resulta menor el reconocimiento que Epicuro recibió por su difundida cualidad de escritor lúcido, capaz de combinar la profundidad de su filosofía con la inquebrantable voluntad de ampliar su audiencia de modo que esta pudiera comprender su mensaje y beneficiarse con él.

 

Las cartas como modos de transmisión

Diógenes Laercio, por su parte, señaló que “Epicuro fue un escritor prolífico (polýgraphotatos) [que] superó a todos en el número de libros; son cerca de trescientos rollos de papiros (kýlindroi)”. Tal como se puede apreciar, reconoce que el Maestro de Samos escribió muchísimo, pero además y, fundamentalmente, destaca el hecho de que en toda su obra no se encuentren citas ni paráfrasis de otros filósofos. Allí radica la razón por la cual considera a Epicuro como un verdadero autor. Otra de las precisiones ofrecida por el doxógrafo consiste en una lista de los escritos del Maestro del Jardín (tà syggrámmata); aunque aclara, inmediatamente, que solo se trata de los mejores (tà béltista) de ellos y no de su totalidad (Diógenes Laercio, X, 27). Los cinco escritos transmitidos por Diógenes de modo completo son los siguientes: en primer lugar, el “Testamento” (§16-§21) de Epicuro que, si bien no tiene en sí un valor filosófico, ayuda a ubicar en contexto la obra; luego siguen tres epístolas doctrinales destinadas a Heródoto (§35-§83), Pítocles (§83-§116) y Meneceo, respectivamente (§121-§135); y, por último, una serie de cuarenta “Máximas Capitales” (§139-§154).

En tal sentido, es posible pensar que la preferencia de Epicuro por ciertos géneros literarios se vincula, efectivamente, con su preocupación por garantizar, a través de ellos, la adecuada transmisión (parádosis) de su filosofía. Así, no sería acertado calificarlos como escritos circunstanciales, ya que constituían un camino (hódos) para que cualquier discípulo fuese capaz de experimentar los bienes de la filosofía. Con este propósito, además de acudir al tratamiento sistemático de los diversos tópicos filosóficos ─el listado de títulos de Diógenes Laercio da cuenta de ello─, Epicuro adoptó la forma de los dógmata, que facilitaban la memorización de los esquemas (týpoi) centrales de la doctrina (DL, X, 16). Asimismo, se ocupó de dejar epítomes que resumían la totalidad del sistema filosófico, el cual se hallaba asociado a un conjunto de saberes gnómicos que expuso mediante las llamadas “Máximas Capitales” (Kýriai Doxaí) (Dorandi, 2004).

También fue reconocida como distintiva de su escuela la transmisión (parádosis) que Epicuro propició mediante la utilización de cartas ─correspondientes al llamado género epistolar─, de lo cual ofrecen abundantes testimonios tanto Diógenes Laercio como los trabajos de reconstrucción de los papiros. Graziano Arrighetti (1960, p.381) nos informa de la totalidad de ochenta y seis fragmentos de cartas, en una veintena de las cuales se ha logrado recuperar el nombre de los destinatarios; se trató en su mayoría de personajes conocidos del epicureísmo, como, por ejemplo, Aristóbulο, el hermano de Epicuro; los escolarcas Hermarco, Metrodoro y Polieno; y sus discípulos amados, Leonteo y su esposa Temista, Idomeneo y Colotes (DL, X, 22-25). El filólogo italiano reconstruyó, además, fragmentos de cartas destinadas a grupos de personas o comunidades enteras, como los amigos de Lámpsaco (Fragmento108 Usener = Fragmento 96 2 Arrighetti), los filósofos de Mitilene (Fragmento.145 Usener =Fragmento.93 Arrighetti), los amigos de Asia (Fragmento 106-107 Usener = Fr. 98. 2, Arrighetti). Incluso en el estado fragmentario en el cual se halla el epistolario, este no solo nos permite advertir que para la escuela del Jardín las cartas fungían como documentación interna sino que también nos posibilita observar otro de sus rasgos decisivos: lograr que la práctica de la investigación filosófica en comunidad no quedase centralizada en el Képos de Atenas. Por el contrario, dicha investigación se nutrió del diálogo fecundo con los discípulos que se hallaban, en muchos casos, lejos de Grecia (Verde, 2013, p. 9-22).

La ordenación canónica de las cartas a Heródoto, Pítocles y Meneceo se le debe a Diógenes Laercio. No obstante, más allá de los destinatarios específicos de cada epístola, se aprecia que Epicuro siempre se encargó de dejar una señal a fin de indicar que los contenidos doctrinales estaban destinados universalmente a todos los hombres. En la “Carta a Heródoto” señala, por ejemplo, que, aunque esta resultaría útil a los discípulos que ya han avanzado en profundidad, lo sería más aún para aquellos que se hallan en los prolegómenos de la physiología epicúrea (“Carta a Heródoto”, §35-§37 y §83); en la dirigida a Pítocles y escrita a solicitud de este, confiesa en el inicio que la ha redactado pensando que puede resultar útil tanto a los propios como a otros (pollois kai állois, Carta a Pítocles, §85); y por último, en su “Carta a Meneceo”, comienza dirigiéndose a todos, jóvenes y viejos, e invitándolos de modo perentorio a entregarse al cultivo de la filosofía.

Cada una de estas epístolas presenta, por otra parte, una singularidad tanto temática como argumental que merece ser destacada La primera, dirigida a Heródoto, que trata de la phýsis epicúrea, constituye un escrito de la mayor importancia, puesto que muestra el sentido que tiene para el hombre llevar adelante una investigación sobre la naturaleza. Además de presentar el esquema fundamental de su doctrina del conocimiento, brinda argumentos contundentes acerca de las diferencias de fondo entre la doctrina atomística epicúrea y la democrítea.

En segundo lugar, la “Carta a Pítocles” expone, a la manera de un breve resumen, problemas de los fenómenos celestes y, más específicamente, aquellos que se refieren a los fenómenos atmosféricos (tà metéora). Aun si durante cierto tiempo ─ya desde el epicureísmo romano─ fue considerada una carta espuria, la crítica se ha esforzado, recientemente, en demostrar su autenticidad. El argumento probatorio se sostiene en la emergencia, dentro del texto, de un aspecto cardinal de la metodología de la inferencia epicúrea, a saber, el método de las explicaciones múltiples (Sedley, 1973).

Cabe referir, por último, algunos rasgos de la carta epicúrea por excelencia, la dirigida a Meneceo, en la que se determina la finalidad del sistema filosófico y se explicitan las razones por las cuales el placer es el fin connatural del hombre. El análisis de esta carta resulta imprescindible en varios sentidos; por facilitar una adecuada comprensión de la relación que los hombres establecen con los dioses; por su clasificación de los deseos; y por mostrar a la prudencia como virtud culmen dentro del catálogo de las virtudes que la filosofía griega había consagrado como tradicionales

A estos escritos que funcionan a modo de síntesis de cada una de las partes de la filosofía epicúrea, Diógenes Laercio (X, 30) los agrupó, con toda justicia, bajo el título de “Cartas” (epistolaí). Sin embargo, no deja de sorprender un hecho que ha sido señalado por Graziano Arrighetti (2013), Epicuro, al referirse a sus cartas, no pone el acento en la forma externa que revisten, sino en el carácter del que gozan como epítomes de su filosofía. Así, el Maestro del Jardín, en la “Carta a Heródoto”, sostiene que se trata de un “compendio (epítome) del conjunto de la doctrina” (Carta a Heródoto §35) e insiste en que ella debe ofrecer “algo parecido a un resumen y los elementos de la totalidad de la doctrina” (epítome kaì stoixeíosis ton hólon doxôn, Carta a Heródoto, §37), ya que el estudio de la naturaleza con un método resulta útil, si procura tranquilidad a los seres humanos (Damiani 2021). Por otra parte, en el prefacio de la “Carta a Pítocles”, Epicuro introduce una nueva noción, la de dialogismós, ese discurso mediante el cual el Maestro ofrece al discípulo argumentos para iniciar un diálogo preciso y acotado sobre un tema específico de la doctrina; se trata de argumentos que deberá recordar, ya que constituyen el sostén de una vida feliz (“Carta a Pítocles”, §84) ─en este caso, por ejemplo, se ocupará de los aspectos principales de la realidad física y de los fenómenos celestes─. El diálogo entre maestro y discípulo, por tanto, se centra en la investigación en común (syzétesis), y es por eso que el escrito ofrece esquemas fundamentales para impulsar la reflexión. Se trata ante todo, como lo ha demostrado Dino De Sanctis (2012), de recuperar la experiencia paideútica viva del Jardín, pues cuando las palabras no se nutren del camino más directo (sýntomos) ni de la forma conveniente (euperígraphos), ya no bastan para sostener la vida. Y es en virtud de ello que el maestro se da la tarea de la escritura de la carta, a fin de ir en auxilio del discípulo. A partir de estos testimonios, puede defenderse, entonces, que el carácter elaborado de las epístolas de Epicuro se funda en que estas, lejos de ser productos de la ocasión, portaban un alto valor doctrinal y de transmisión de la filosofía epicúrea. Es decir, más allá de la forma asumida, la de la carta, constituían auténticos epítomes de la doctrina (Asmis (2001), Campos Daroca-De La Paz López Martínez (2010)).

Otro aspecto que no debe pasarse aquí por alto se relaciona con la forma en que la epístola configura una situación intermedia entre la presencia y la ausencia, y en tal sentido, puede considerársela un modo híbrido de discurso, dado que incorpora, de manera indirecta, ciertos rasgos del diálogo viviente (Barrenechea 1990). Demetrio, primer retórico en reflexionar acerca de la epístola, señalaba incluso que la carta, al ser la reproducción de un diálogo espontáneo, exige mayor elaboración que este, en tanto se escribe para ser enviada a otro con el gesto del don. El estilo epistolar debe estar, pues, libre de toda afectación, a la vez que asegura el vínculo afectuoso con el destinatario ─sea este quien sea─. En el caso de Epicuro, como ya se dijo, esta forma de comunicación efectuada por vía escrita tiene como finalidad principal la transmisión paidéutica, pero, también tiene otra no menos urgente, la de reunir al Maestro con los discípulos que se encuentran en espacios distintos y, más aún, en tiempos distintos. Epicuro, al subrayar el carácter de epítomes fáciles de memorizar de sus epístolas, apela, asimismo, a una comunicación capaz de sostenerse en el tiempo y de alcanzar a personas a las cuales nunca conocería, muchas de las cuales adherirían a su filosofía varios siglos más tarde. Así, el sesgo personal que el Maestro del Jardín le dio a sus cartas provoca que aún hoy su doctrina se manifieste presente y los discípulos acudan a ella en los momentos de duda y desazón.

 

La Carta a Meneceo

Conviene considerar ahora con mayor detalle, pero siempre a la luz de estas observaciones sobre la forma epistolar, la Carta a Meneceo, cuyo primer problema es su datación. Se ha admitido, de manera general, que fue escrita alrededor del 307-306 a. C., es decir, por la misma época de la fundación del Kêpos. Sin embargo, Diskin Clay (1998, p. 22) ha observado que, en toda la historia del epicureísmo, ha sido precisamente esta epístola, por ser la más conocida, la más difícil de fechar. Tampoco el destinatario de la obra, Meneceo, cuenta con una información biográfica certera ni única, lo cual profundiza ciertas inconsistencias.

La fecha de datación que la crítica filológica ha consensuado parte del supuesto de que Meneceo fue uno de los primeros discípulos de Epicuro cuando este se trasladó a Atenas y fundó el Jardín, según el testimonio de Diógenes Laercio. Francesco Sbordone (Filodemo, Ad Contubernales fr. L 6 = Epicuro, fr. 111 Arrighetti) aporta, al respecto, otra interpretación a partir de la reconstrucción de un pasaje de las Ad Contubernales, de Filodemo. Según ese testimonio, los hijos de Meneceo habrían entrado al Jardín durante el arcontado de Iseo (284/283), dado que en la obra se incluye una carta de Epicuro dirigida a ellos por esos años (Dorandi, 2013). El problema que se presenta, no obstante, lo constituye la dudosa posibilidad de que Meneceo y sus hijos hayan ingresado al Kêpos simultáneamente. Ana Angeli (1988, p.118-120), al reconstruir este mismo pasaje, hace referencia al problema de la datación de la “Carta a Meneceo” de modo tangencial, pero no deja de señalar la gran confusión existente y la carencia de una firme base textual. El reciente y documentado estudio y la traducción de la carta ofrecidos por Jan Hessler (2014) expone dos razones decisivas acerca de la necesidad de que este problema de datación sea reformulado. Por una parte, muestra que en la “Carta a Meneceo” ya aparece la noción de prólepsis, la cual, según el mismo Epicuro, él no utilizó sino tardíamente ─con anterioridad, había acudido a otros términos que, aunque equivalentes, no tenían el rigor y la precisión de este concepto gnoseológico y metodológico─ (Epicuro fragmento 12, col. 3 Sedley 1973, p. 60). Por esta razón, desde la perspectiva de Hessler (2011), resulta imprescindible aceptar la hipótesis de que, si la referida “Carta a los niños” incluía el uso de la noción de prólepsis, la fecha adecuada para datar la “Carta a Meneceo” se hallaría más cercana al 299/8, con la posibilidad de extender este período hasta el 296/5.

Con todo, resulta más persuasiva, para intentar despejar el problema de la datación, la interpretación que Hessler (2011) califica de literaria. El filólogo alemán propone considerar que, al tratarse de un texto ceñido al género protréptico, es posible que ─tanto en el caso de Heródoto como en el de Meneceo, de quienes no se cuenta con datos biográficos certeros─ la verdadera intención de la transmisión paideútica de Epicuro haya sido la de construir para estos un “monumento literario”. Dirigir un escrito a discípulos de los cuales no se tenían demasiadas noticias era un gesto acorde con el Maestro del Jardín, quien procuraba recordar no solo sus enseñanzas sino también a todos aquellos miembros del Kêpos fieles a su doctrina.

El bello exordio de la Carta a Meneceo vale la pena citarlo

El joven no se demore en filosofar, ni el viejo se canse de ello. Nadie es demasiado joven o demasiado viejo para la salud del alma. Quien dice que la edad para filosofar aún no ha llegado o ya ha pasado, es como si dijera que la edad de la felicidad aún no ha llegado o ya ha pasado. Tanto el joven como el viejo deben filosofar; este para que, al envejecer, pueda gozar de una juventud de bienes, por el recuerdo agradecido de lo pasado; aquel, para que pueda ser joven y viejo al mismo tiempo, por su falta de temor ante el futuro. Se necesita, pues, meditar sobre aquello que produce la felicidad: cuando ella está presente, lo tenemos todo; pero cuando está ausente, todo lo hacemos por tenerla”.

 

Tal como ya hemos anticipado, este inicio de la Carta constituye un auténtico protreptikós lógos; se impone ahora examinar las razones por las cuales puede ser incluido dentro de este tipo de discurso. El inicio de la carta, —citado por Clemente de Alejandría en Strómata IV, 8, 69, 2-4—, introduce las dos causas que coexisten para el desvío de la vida filosófica, como lo son la duda y la fatiga. A su vez, el “nadie” expresa la universalidad de la convocatoria, dirigida a todas las edades ─y que alcanza también a todos los géneros y estamentos sociales─. Ya en esta oración inicial se cumple con dos condiciones del protreptikós lógos: por un lado, la universalidad; y por el otro, el carácter dialógico del discurso, pues se trata de una carta que el Maestro dirige a su discípulo. Se ha insistido, a partir del trabajo de Ettore Bignone (1936), en que este texto se asemeja al perdido y reconstruido Protréptico de Aristóteles, con el cual, sin duda, guarda semejanzas por la forma discursiva. Sin embargo, cabe apuntar que en el catálogo de las obras de Epicuro, figura un Protréptico como obra propia e independiente de la Carta a Meneceo, que refuerza el señalado interés del Maestro por esta forma discursiva.

Ya el preámbulo de la Carta a Meneceo manifiesta la originalidad epicúrea, en tanto se sostiene en él que la filosofía es ella misma un phármakon, y no la mera reproducción de un modelo terapéutico. Al adherir a la filosofía, el discípulo tiene que despegarse de todo aquello que en su alma se opone a la felicidad, lo cual le permitirá lograr el equilibrio perfecto de la totalidad de su naturaleza humana (eustatheía) (Diógenes Laercio X, 136, 1-8; Epicuro, “Sentencia Vaticana” 34)

Es en este punto cuando Epicuro deja el protreptikós lógos y cede el paso a la paraínesis, un tipo de discurso que le permite argumentar con mayor profundidad, y que aquí dedica a la exposición de los argumentos en los cuales se sustenta el llamado tetraphármakos. Dicha noción refiere a un breve recordatorio de los pilares de la ética, sintetizados en los siguientes enunciados: no hay que temer a la muerte ni a los dioses, el dolor es fácil de soportar, y el placer, fácil de conquistar. Con la guía del método adecuado, el discípulo logra recuperar de su memoria la representación científica de la verdadera naturaleza de las cosas, y ello le permite neutralizar de modo inmediato las representaciones nocivas, aquellas que desatan el miedo y la ansiedad. De este modo, la filosofía como conocimiento bueno es útil para la consecución del télos natural, el placer (hedoné). No obstante, también, puede resultar un saber nocivo, el cual es preciso rechazar, cuando es producido por “jactansiosos artífices de la charlatenería y ostentadores de la cultura por la cual la mayoría pugna, y no hombres determinados y autosuficientes” (Epicuro, “Sentencia Vaticana” 45). Así, pues, el epicureísmo considera que la paideia tradicional solo transmitía conocimiento especializado, el cual terminaba por ser improductivo para la vida. Las tesis epicúreas en relación con la filosofía no dejan de sorprender aún hoy, ya que establecen que el conocimiento tiene que ser provechoso, pues de lo contrario no mejora el estado de quien lo obtiene; es decir, ningún conocimiento es bueno en sí mismo. Así, la verdadera razón de ser del conocimiento filosófico es que el hombre conforme una buena vida; esta premisa halla un claro sostén en el testimonio de Sexto Empírico (“Adversus. Matemáticos”, XI, 169 = Usener 219) cuando afirma que “Epicuro dijo que la filosofía es una actividad (enérgeian) que, con discursos (lógois) y razonamientos (dialogismoîs), produce una vida feliz”. El conocimiento de la filosofía —identificado ante todo por la unidad de la physiología, la canónica y la ética— no se caracteriza por ser un saber contemplativo; por el contrario, se define como conocimiento práctico que se constituye como una tékhne toû bíou. Cicerón observó, en “De Finibus” I, 21, 72, que esa ars vivendi cultivada por el epicureísmo desplazaba el conocimiento de los fines últimos —autotelicidad— por considerarlo una ilusión que debía ser reemplazada por la autarquía. Esta última puede ser definida como una condición que todo hombre necesita forjar como expresión de su autodeterminación y de su absoluta independencia de las cosas exteriores, pues es la única garante de la legítima felicidad. La vocación soteriológica de la filosofía epicúrea no deja de resultar inquietante, dada la evidente desproporción entre el saber que aporta la physiología —la explicación de la naturaleza— y el propósito de salvar a todos los hombres de la angustia y del sufrimiento (Lucrecio, “De Rerum Natura” I, 146-149); pero sucede que el discurso que explica la naturaleza cura el alma humana de los deseos vacíos y de los miedos sin objeto. La filosofía, concebida como actividad (energeía), otorga a los hombres la salud, dado que, desde un punto de vista negativo, limita los deseos en su potencia infinita, y en un sentido positivo, trae la tranquilidad por la conciencia de la propia liberación. La parádosis de Epicuro expone que la necesidad genuina de los hombres consiste en comprender el mundo para que no se engendre en ellos ningún sufrimiento, y es a causa de esto que resultan “vacías las palabras de aquellos filósofos que no ofrecen remedio para el sufrimiento humano; pues, así como de nada sirve el arte de la medicina si no brinda tratamiento para las dolencias en el cuerpo, del mismo modo, [ocurre con] la filosofía si [esta] no expulsa el sufrimiento del alma”.

En relación con este problema filosófico de la parádosis epicúrea, Martha Nussbaum (2003) ha argumentado que el mismo Epicuro fomentó una práctica paideútica autoritaria, sin posibilidad de diálogo para el intercambio de los argumentos filosóficos. Al mismo tiempo, encuentra coherente, desde esa perspectiva, que se haya consolidado una red de comunidades adheridas al epicureísmo controladas de manera rígida, y en las cuales las figuras de autoridad —vivas o fallecidas— funcionaban como los únicos modelos a seguir. Philip Mitsis (1993) coincide en parte con este planteo de Nussbaum, y sostiene que la enseñanza epicúrea se configuró de una manera altamente coercitiva, tal como se evidencia, a su juicio, en la poesía didáctica de Lucrecio dedicada a su discípulo Memmio. Halla que el poder de los maestros es semejante al del médico respecto de sus pacientes, obligados a renunciar a su autonomía, sin posibilidad de comprometerse en un intercambio dialéctico. Además, Mitsis (1993) señala que los maestros epicúreos, con el fin de afirmar su autoridad, trataban a la audiencia como a niños enfermos necesitados de la acción terapéutica, e ilustra esta posición a partir de la idea de la mentira noble utilizada por Lucrecio como medio para transmitir la doctrina del Maestro.

A nuestro criterio, en cambio, la unificación de teoría y práctica, que constituye uno de los grandes logros de la filosofía epicúrea y lo que generó durante muchos siglos adherentes a su escuela, estuvo lejos de convertirse en un obstáculo para la solidez de su argumentación física y epistémica. En esta dirección, David Sedley (1998) ha aportado una demostración de esa solidez, y ha sostenido que esta se sustentó, ante todo, en una continua utilización del método inferencial. Ahora bien, la “Carta a Meneceo”, único escrito conservado en el que Epicuro presentó los fundamentos de su ética sigue, como ha sido adelantado, la secuencia de los conceptos propuestos en el tetraphármakos: es decir que esta carta no adoptó específicamente la forma inferencial. A fin de resolver esta aparente inconsistencia en su hipótesis, Sedley (1998) ha mostrado que el modo de exposición inferencial de la physiología, presente en la “Carta a Heródoto”, sirvió como modelo para estructurar las relaciones argumentales que fundamentaban la ética, y para dar cuenta de ello, se valió de la argumentación epicúrea testimoniada por Cicerón en el libro I del “De Finibus”, a través del personaje de Torcuato. Sedley (1998) procedió luego a sintetizar la forma en la cual se aplicaba dicho método, en tanto la filosofía epicúrea parte siempre de una díada de principios básicos. En la física, se parte de un par constituido por átomos y vacío, mientras que en la ética se trata de placer (hedoné) y dolor (algedón). El carácter fundante de estos principios básicos era confirmado y defendido por medio de un análisis conceptual, el cual concluía con una exhaustiva demostración de la validez racional de esa díada inicial.

Cabe, a continuación, indicar una razón por la cual consideramos que Epicuro no eligió como modo de exposición de la “Carta a Meneceo” el método inferencial, que hubiese restringido el acceso amplio a ella, dada la especificidad técnica de la doctrina. Según hemos procurado mostrar, el objetivo era que dicha carta llegase a ser una “exhortación universal” a la actividad filosófica”, en cuyo marco el placer fuera comprendido como fin natural de la vida. Solo resta por desplegar, entonces, cómo la estructura del método inferencial, a fin de hacerlo accesible a la comunidad de discípulos que iniciaban su camino en el epicureísmo, puede ser recuperada en los distintos modos discursivos utilizados en la “Carta a Meneceo”, y cuya aparición tiene lugar en el siguiente orden: primero el protreptikós lógos y a continuación la paraínesis.

En el primero se expone aquello que constituye el punto de partida de la indagación ética, es decir, la díada de las pasiones (páthe) de placer (hedoné) y dolor (algedón) —análoga a la dupla conceptual de atómos-vacío, que se encontró, como ya se dijo, en la investigación acerca de la naturaleza—. La paraínesis se inicia en el momento en que, tras quedar constituido el dato primario de las páthe, Epicuro aconseja a sus discípulos que se valgan del razonamiento sobrio (néphon logismós) para operar sobre ellas, con el objeto de reafirmar que placer (hedoné) y dolor (algedón) son los principios que sustentan las elecciones de nuestros actos morales, y que mientras el primero debe ser siempre elegido, el segundo debe siempre ser evitado. Este segundo modo discursivo, le permite al Maestro mostrarse como un guía, quien, a través de una serie de consejos, le recuerda a su discípulo el término último de toda investigación, que es el ejercicio de la virtud de la phrónesis (Erler 2010; De Sanctis 2010; Morel 2019).

 

La virtud de la phrónesis superior a la filosofía

En su descripción de los deseos, Epicuro postuló que el hombre, a lo largo de su vida, desarrolla unos deseos naturales y otros vacíos; a su vez, dentro de los naturales, algunos pueden ser necesarios (anankaîai), y otros solo son naturales (physikaì mónon). Por último, entre los necesarios, distingue aquellos que lo son para la felicidad (pròs eudaimonían), de los que lo son para la ausencia de malestar en el cuerpo (pròs tèn toû sómatos aokhlesían) y de los necesarios para la vida misma (pròs autò tò zên). Estas tres especies de bienes cumplen una función determinante respecto del carácter de la vida buena. En cuanto a los placeres necesarios para la vida, son aquellos sin los cuales no se puede vivir; por ejemplo, los que se asocian con el alimento, la bebida o el vestido. Luego se hallan los necesarios para el bienestar del cuerpo, que afectan a este en su conjunto; por ejemplo, no sentir dolor. Por último, los deseos necesarios para la felicidad del alma aseguran su equilibrio —por ejemplo, no sentir temor—, y se muestran en sintonía con la filosofía y la amistad (“Carta a Meneceo” §127-128; “Sentencia Vaticana” 20).

Esta precisa determinación de los deseos y su exacta regulación no pueden darse sin la mediación de la razón, la cual ha determinado que no se ha de temer a los dioses y que la muerte “nada es para nosotros” (“Carta a Meneceo” §124-125). Este razonamiento se lleva adelante mediante la semejanza, pues la clasificación de los deseos se establece por analogía. El método se articula en dos momentos; en el primero, distingue; y, valiéndose de las diferencias, señala luego un vínculo. Así, en la clasificación epicúrea de los deseos, se parte de aquello que tienen en común y luego se los especifica en relación con el par conceptual de lo limitado-ilimitado; pero, fundamentalmente, mediante la relación que este mantiene con lo natural y lo vacío.

Se puede concluir que los deseos son estados afectivos inmediatos, aunque los deseos no naturales ni necesarios se caracterizan por carecer de fundamento y ser puramente vacíos (kenai) (“Máxima Capital” XXX). Por otra parte, en la explicación ofrecida por Torcuato acerca de la tesis del Maestro de Samos, en el “De Finibus” I, 45, añadió que los deseos naturales y necesarios, aunque no tienen prioridad absoluta, gozan de una ventaja: su facilidad para ser satisfechos y el hecho de que el límite mismo por el cual están determinados esté dado por la naturaleza (“Máxima Capital” XXIX)

En definitiva, es el placer el que ordena y orienta los deseos de los hombres, pero la filosofía epicúrea toma distancia de las filosofías sensualistas. A diferencia de estas, los medios para obtener el placer se evalúan con vistas a alcanzar la imperturbabilidad del alma (ataraxía) y el no dolor del cuerpo (aponía) (“Máxima Capital” XVIII). Es por ello que se necesita de un estricto conocimiento de la phýsis que revele la inanidad de la muerte y los límites del deseo. Los deseos naturales y necesarios sirven a aquello que los hombres buscan, esto es, la ausencia de dolor físico y la tranquilidad del alma, lo cual les permite vivir una vida de autarquía y autodeterminación (“Sentencia Vaticana” 81)

Una vez establecido que el placer es el criterio por el cual se elige y se rechaza, Epicuro incorporó la siguiente afirmación: que el juicio requiere del “cálculo (symmétresis) y de la observación (blépsis) tanto de los provechos como de las desventajas”. En el pensamiento epicúreo, symmétresis refiere, antes que a un cálculo, al criterio que sostiene todo juicio, el cual consiste en ponderar mediante el uso de la medida de comparación elegida. Sin embargo, en el epicureísmo, nunca se ha concebido a la symmétresis en relación con la eficacia de una acción respecto del futuro —y tampoco habría que interpretarla en el sentido kantiano, como una razón capaz de sustraer al sujeto de sus pasiones—. Mediante este juicio comparativo, Epicuro no proponía especular respecto de los placeres elegibles, sino que afirmaba la capacidad de obrar según un saber de los límites que la naturaleza demanda. Por eso es coherente que sostuviera, en relación con la phrónesis, que:

El principio de todo esto y el mayor bien es la prudencia (phrónesis). Por eso, más preciada incluso que la filosofía resulta ser la prudencia, de ella surgen naturalmente todas las demás virtudes (aretaí), pues ella nos enseña (didáskousa) que no es posible vivir placenteramente (hedéos) sin [vivir] prudente, honesta y justamente, <ni [vivir de manera] prudente, honesta y justa> sin [vivir] placenteramente (“Carta a Meneceo” § 132).

 

En efecto, tal como se evidencia en este decisivo parágrafo, las virtudes son connaturales con el vivir placentero y, a la vez, el vivir placentero resulta inseparable de ellas; sin embargo, esta mutua implicación no significaría la pérdida de sus identidades respectivas. Por otra parte, el compendio de la doctrina epicúrea de las virtudes atestigua la novedad del hedonismo epicúreo, ya que se promueve un ejercicio constante de las virtudes. Asimismo, existía una virtud considerada primera y origen de todas las demás (ex hês hai loipaì pâsai pephykasin aretaí): la prudencia (phrónesis) (“Carta a Meneceo” §132). De allí la hondura de la reflexión epicúrea acerca de la fundamentación ética y su consecuencia respecto de la filosofía considerada como un modo de vida (Aubenque, 1963; Arrighetti, 1980; Hadot, 1987).

La tradición filosófica había establecido como virtudes cardinales, desde Platón (“República” IV, 472e), la sabiduría (sophía), la valentía (andreía), la templanza (sophrosýne) y la justicia (díkaiosýne). En relación con ellas, Epicuro retuvo ambas dimensiones de la tradición —la intelectual y la práctica—, pero, fundamentalmente —como lo ha testimoniado Cicerón en “De Finibus”, I, 42—, enfatizó la función de selección, cálculo y limitación de las virtudes —es decir, las consideraba como estados cognitivos—

Ahora bien, interesa indagar en torno a las causas de la grandiosidad del elogio que Epicuro tributó a la phrónesis. En primer lugar, la phrónesis vale más que la filosofía misma. La secuencia argumental probable de esta contundente afirmación podría reconstruirse de la siguiente manera: si el estudio de la ciencia de la naturaleza beneficia a los hombres, puesto que los libera de los terrores a los que se someten, entonces, la phrónesis tendrá la misión de iniciarlos en la ciencia de una buena vida. Por esto es que el estudio de las virtudes en general, y de la phrónesis en particular, se encuentra en el corazón mismo de la ética.

Por otra parte, más allá de ser una virtud, la phrónesis es una capacidad que identifica o determina el carácter de quien la posee y la pone en obra. La tarea que tiene asignada en la vida ética es la de discernir aquello que se elige o rechaza con vistas a la consecución del placer como fin último natural. Pero no se trata de dirimir tal finalidad solo en relación con el curso de una acción puntual; por el contrario, el razonamiento sobrio tiene como objeto la totalidad de la vida (ho hólos bíos), y por ello define al ser humano enteramente (Epicuro, “Máxima Capital” XXI).

La phrónesis es, pues, la que pondera los medios por los cuales el hombre, siempre y en toda su vida, elige el máximo de placer, se aparta del dolor y se libera de los conocimientos inadecuados —en particular, del temor a la muerte y a los dioses—. El vínculo que se establece entre el buen juicio sobre la totalidad de la vida y la phrónesis como la virtud por excelencia —en cuanto permite reconocer que el placer y el dolor tienen un límite— determina la constitución del sí mismo, porque el hombre ha juzgado y deliberado sobre los medios para actuar. Más aún, la totalidad de esas acciones, además de constituir el sí mismo del hombre, establece en él la conciencia de sí (Cicerón, “De Finibus”, I, 43).

La phrónesis epicúrea es el principio de las otras virtudes y nunca se encuentra condicionada por ellas; más aún, es superior a la filosofía misma (“Sentencia Vaticana” 27 y 78). Y puesto que no se rinde, tampoco, ante las vicisitudes del azar, Epicuro consideraba que es “preferible ser desafortunado razonando bien que afortunado razonando mal, ya que lo mejor es que en las acciones lo bien juzgado prospere con su ayuda” (“Carta a Meneceo” §135). Esta nula incidencia del azar en la existencia de quien guía su obrar por la phrónesis se debe, justamente, a que ha alcanzado una vida virtuosa (“Máxima Capital” XVI).

Hay todavía otro aspecto central de la phrónesis epicúrea que fue señalado por Cicerón, al expresar que “no basta con juzgar lo que se debe o no hacer; [sino que] es preciso, además, saber atenerse a lo que se ha juzgado” (sed stare etiam oportet in eo quod sit iudicatum) (Cicerón, “De Finibus”, I, 14, 47. Queda claro, de este modo, que la phrónesis epicúrea es una actitud derivada de la conjunción entre lo teórico y lo práctico (DL, X, 120 = Usener 517); precisamente, aun cuando mira la totalidad de la vida, siempre aconseja ir tras el placer. Así, este buen discernimiento general debe ser practicado en cada situación particular a la que el hombre se enfrenta.

A propósito de la trasmisión (parádosis) de las enseñanzas con vistas a practicar la filosofía como modo de vida, el Maestro de Samos adoptó el modo imperativo y el tono de una guía, característicos de la paraínesis:

Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas (prâtte) y medítalas (meléta), admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. (“Carta a Meneceo” §123)

[…]

Acostúmbrate (synéthize) a considerar que la muerte no es nada en relación con nosotros.

[…]

Estas cosas, pues, y las que les son afines, medítalas (meléta) noche y día dentro de ti…. (“Carta a Meneceo” §135)

 

En la ponderación de Epicuro acerca de los medios necesarios para adquirir la felicidad, esta exige un mínimo de bienes materiales (Carta Meneceo §132). Pero, seguidamente, acotaba que estos bienes no morales en nada podrían favorecernos de modo fiable si esas condiciones materiales mínimas no se sometiesen a la phrónesis. Esta salvedad se encuentra en estrecha conexión con su división de los deseos, dado que, para tener una vida placentera y feliz, solo aquellos que son naturales y necesarios deberán ser satisfechos.

La cabal comprensión del elogio que Epicuro tributa a la phrónesis requiere, desde nuestro punto de vista, vincularlo con todas las argumentaciones que hemos analizado en torno a este §132 de la “Carta a Meneceo”. En tal sentido, se podría incluso sostener que su presentación de esta virtud es una auténtica síntesis de su ética, en la cual se afirma que vivir una vida acorde a las virtudes depende absolutamente del hombre. Así, en tanto se afianza en el camino hacia la vida feliz a través de la phrónesis como razonamiento sobre los límites, la existencia del hombre ya no resulta vulnerable. De allí que se requiera enseñar el ejercicio permanente de las virtudes; solo la constancia virtuosa, entendida como hábito o disposición (héxis) y guiada por el saber prudente encaminará al hombre a obtener una vida placentera. Sin embargo, resulta importante advertir que no es suficiente para conseguirla el solo ejercicio de las virtudes (Ateneo, XII= Usener 70). La filosofía epicúrea sostiene que ellas no tienen valor por sí mismas; solo lo adquieren cuando se referencian al placer, en cuya consecución son capaces de mediar. Es esta dependencia de las virtudes respecto del placer la que sirvió a Cleantes como argumento para reírse del modo en que eran concebidas por Epicuro, y fue así que las pintó como a siervas genuflexas y sumisas delante del trono real del placer (voluptas) (Cicerón, “De Finibus”, II, 69).

La defensa contra esta visión utilitaria de las virtudes epicúreas es llevada adelante, en el “De Finibus”, por el ya aludido personaje de Torcuato, encarnación de los discípulos del epicureísmo, quien acusa a los estoicos de practicar, en nombre de esa moralidad de sombras, una suerte de virtud tenebrosa incapaz de asegurar el placer. Por lo tanto, tal como queda testimoniado por los fragmentos, la lectura utilitaria enfatiza, en todos sus análisis, los aspectos individuales y egoístas de la filosofía epicúrea. De ello resulta una concepción según la cual la relación con el otro quedaría, en la ética epicúrea, o demasiado ambigua o, directamente, sin tematizar. Sin embargo, es acertado recordar que, para el epicureísmo, toda acción humana tiene una realización que compromete, aunque más no sea como testigo, a otro. Por esto es que la phrónesis tiene en cuenta, en la evaluación racional de una acción, a otros seres humanos a los que, potencialmente, podría comprometer. No obstante, el sabio no tiene vergüenza de los actos que lleva adelante en su vida ni tampoco requiere de testigos que lo adulen por lo que hace (“Sentencia Vaticana” 81). Al contrario, toda su vida puede ser examinada sin temor, porque lo que siempre ha buscado es que su obrar sea bello (kalós); y, en todo caso, solo hay un testigo cuya mirada importa: es el Maestro (Séneca, “Epístola” 25, 5= Usener 211).

Por otra parte, Torcuato añade que la sabiduría, la templanza y la valentía, como hijas legítimas de la phrónesis, detentan la capacidad de alcanzar el conocimiento del bien y del mal (Cicerón, “De Finibus” I, 43 y I, 50), y son, por definición, estrictamente egoístas —su ejercicio prudente proviene de una reflexión que permite a cada hombre ver las ventajas personales que obtiene de ellas—; así, configuran, para los epicúreos, el único medio confiable de obtener placer. En este marco, se puede entender que el carácter egoísta de la valentía, por ejemplo, se sustente en que esta resulta apta para situar al hombre en un estado afectivo y cognitivo que lo libera del temor a la muerte y lo fortalece ante los dolores —como hace la phrónesis (Cicerón, “De Finibus” I, 49)—. Pero, para Cicerón, los epicúreos —aparte de que nunca fueron valientes— han llamado valentía a algo que, al fundarse en la phrónesis entendida como un tipo de prudencia excesiva, no haría más que encubrir que solo los guiaba el mero cálculo personal; para el Arpinate, la verdadera valentía nunca podría sustentarse en un cálculo personal, por el contrario, para ser valiente, siempre debe sacrificarse, en alguna medida, el propio interés (Cicerón, “De Finibus” I, 60).

Sin embargo, no se debe olvidar que, dado el carácter del racionalismo epicúreo, la valentía exige del razonamiento sobrio (néphon logismós). Más todavía, el hombre que posee la virtud de la valentía se distingue no por su temeridad, sino por haber calculado las consecuencias que se siguen de una acción. Solo el conocimiento de la naturaleza entendida como un todo conduce al hombre al placer como ausencia de dolor en el cuerpo y de turbación o ansiedad (taraxé) de su alma (“Máxima Capital” XII). Epicuro buscó mostrar, de modo constante, la capacidad del hombre de controlar, mediante la razón, el proceso de desarrollo psicofísico individual y el auténtico progreso moral (Epicuro, “Acerca de la Naturaleza”, XXV). Además, sin negar que las virtudes en general, y la valentía en particular, puedan incluir condiciones afectivas —páthe—, el origen de las virtudes demanda, por sobre todo, un estado mental de conocimiento adecuado; así, las acciones virtuosas surgen en el agente a partir de este modo de razonar.

Es evidente —aunque no figura en los fragmentos de Epicuro— que también procede asimilar a la phrónesis a la templanza (sophrosýne). En efecto, Epicuro enseñaba que no todo placer es elegible; y en tal circunstancia, no es posible apelar a otra cosa que a un correcto juicio sobre qué elegir y qué rechazar en el que se funda el ejercicio de la templanza. Otra fuente —nos referimos a la “Sentencia Vaticana” 16— testimonia con claridad el rechazo epicúreo a la intemperancia —que es siempre manifestación de la inseguridad—; al respecto, se afirma que “nadie cuando ve el mal, lo elige por él mismo, sino que queda cautivo de él, seducido por este como si se tratara de un bien en relación con un mal aún mayor”.

La sentencia podría reconstruirse a partir de la presentación de una serie de argumentos que nos revelan su carácter intelectualista, así como el trasfondo de herencia socrática. A saber, si un agente A cree que la acción M es mejor que la T, es posible que decida llevar a cabo M, y no llevar a cabo T. De ser así, el agente A no se dirige al mal, se dirige hacia lo que cree que es un bien, ya que no está en él dirigirse al mal en cambio de ir hacia el bien. Sin embargo, a veces se encamina a un mal en lugar de marchar a un bien, pero esto ocurre porque se encuentra en un estado mental erróneo respecto de lo que es digno de actuar.

El análisis de esta sentencia muestra que, para Epicuro, los estados mentales comprometen el dominio práctico; porque cuando se está en un estado mental inadecuado, el agente no cree que se encuentre en el error. Sobre este punto de la discusión, Mitsis (2015:121-123) entiende que la inclinación a privilegiar los elementos cognitivos en el racionalismo epicúreo permitiría eliminar cualquier conflicto entre las virtudes, a diferencia de lo que sucedería si fuesen tomadas de manera individual. Desde nuestra perspectiva, sin embargo, no basta considerar la unificación de las virtudes desde un punto de vista genealógico —es decir, a partir de su origen en la phrónesis—. Tan importante como esto es la unificación que logran mediante la razón; es decir, por la comprensión global y adecuada del bien al que ellas mismas conducen. No obstante, el conflicto persiste, debido al error y la ignorancia. Al respecto, el personaje ciceroniano del “De Finibus”, el epicúreo Torcuato, se pregunta: “¿por qué hemos de dudar en reconocer que también la sabiduría se debe buscar para conseguir el placer, como se debe huir de la ignorancia para evitar las molestias?” (Cicerón, “De Finibus”, I, 46).

Al leer atentamente la “Carta a Meneceo” §133, puede observarse cómo, tras postular la unidad entre la condición psíquica del hombre, su sabiduría y su virtud, se espera que la conducta del sabio no sea fea (aiskhrós), sino bella (kalòs); esto es, se espera del sabio una conducta simple que testimonie la vivencia de la ataraxía. Desde la perspectiva epicúrea, la ataraxía significa la ausencia de turbaciones; y es la phrónesis, precisamente, la virtud encargada de eliminar las turbaciones que provienen de ideas erróneas, las cuales extravían al hombre por los caminos del deseo ilimitado. Pero, a su vez, la ataraxía designa un rasgo de carácter de un ser humano; en cuyo caso, le permite inmunizarse ante las influencias que interfieren en su tranquilidad.

Ahora bien, ¿por qué se afirma que la phrónesis es más valiosa que la filosofía? Porque, según la enseñanza epicúrea, nunca podría decirse que la vida de un hombre es feliz, si en ella faltan la phrónesis, la belleza y el resto de las virtudes —unidas como están por naturaleza—. Aun cuando la mera práctica de esas virtudes no asegura obtener la felicidad, se establece una unión indisoluble entre ellas y el placer. En consecuencia, difícilmente se podría vivir una vida de placer sin las virtudes, puesto que no hay virtudes sin placer (“Máxima Capital” V; Diógenes de Enoanda, Fragmento 37; Cicerón, “De Finibus”, I, 18, 57). No obstante, una vida virtuosa no se realiza sin una comunidad de iguales que garantice el mutuo reconocimiento de los hombres; solo como partícipes de una comunidad humana los hombres se benefician con la práctica de la filosofía y alcanzan a establecerla como un modo de vida.

A la luz de lo expuesto, se puede sostener que Epicuro apeló como formas de transmisión (parádosis) al protreptikós lógos y a la paraínesis, con vistas a instar a sus discípulos el cultivo de la virtud de la phrónesis, cuya primacía se halla fundamentada desde los principios mismos de la filosofía epicúrea. Además, y fundamentalmente, se observa que la paraínesis, estructurada sobre la caracterización de brindar consejo, recibe toda su fuerza de la sólida base argumental, que nunca sonará, en este contexto, arbitraria ya que aquí se halla sostenida por la estructura inferencial, en la cual se funda todo el análisis epicúreo.

 

 

Referencias bibliográficas

 

 Recibido el 30 de abril de 2023; aceptado el 18 de octubre de 2023