Páginas de Filosofía, Año XXII, Nº 25 (enero-diciembre 2021), 138-144
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index

 

RESEÑA/ REVIEW

Rancière, Jacques (2019). Disenso. Ensayos sobre estética y política, primera edición en español. México: Fondo de Cultura Económica, 275 páginas.

 

Emilio Nicolás Alochis
Facultad de Humanidades
Universidad Nacional del Comahue
enalochis@gmail.com
https://orcid.org/0000-0002-0244-396X

 

Palabras clave: Disenso; Estética; Política; Arte; Literatura

Key Words: Dissent; Aesthetics; Politics; Art; Literature

 

Introducción

Disenso es una compilación de textos (ensayos, ponencias y entrevistas) que, integrados en dos grandes secciones, recorren casi veinte años -desde mediados de la década de los 90’ hasta el 2004- de la vida del filósofo argelino Jacques Rancière (1940), y en los que desarrolla su pensamiento acerca de temas diversos que se conjugan en los ejes que delimita el título: política y estética.

Parte I. La estética de la política

En esta primera sección del libro, Rancière comienza exponiendo su pensamiento sobre conceptos como democracia, disenso, policía, y política; términos cuyo sentido resignifica, oponiéndolos al modo en que tradicionalmente se los piensa. Discutiendo con cierta tradición filosófica –Platón, fundamentalmente-, insiste en la importancia de repensar el valor semántico de dichos conceptos como condición necesaria para transformar el modo de reflexionar sobre la propia realidad. Así, el argelino revisita la noción de política y al hacerlo entiende que la misma conlleva una paradoja estructural. Rancière explica que una relación política es aquella que vincula un modo específico de actuar de los sujetos y que tiene su propia racionalidad; es esa racionalidad la que permite pensar al sujeto de la política, y no al revés.

En contraste con el modo de pensar de autores como Hannah Arendt y Leo Strauss, Rancière remarca que la política es ella misma la democracia. Esta se encuentra sustentada en un principio paradójico que contraviene toda lógica de reparto de títulos o de razones para gobernar; ella es exactamente eso que el propio Platón define, una vez descartados los títulos que habilitan el poder de gobierno (poder de nacimiento y poder de riqueza, por ejemplo). La democracia es la elección por sorteo, el título sin título, y su condición es precisamente el no conllevar consigo ninguna razón para gobernar. Su paradoja reside precisamente en que el poder del demos es el poder de aquellos que ningún arjé les da derecho a ejercer.

En función de este razonamiento, Rancière entiende que el lugar de la política es siempre disensual, ya que abraza su propia paradoja constituyente y se define por la disrupción. Por ello, es también precaria y vulnerable. Está siempre amenazada de ser regulada, de quedar bajo un determinado orden. Esa amenaza, ese reducir la política como reparto de lo sensible a un equilibrio en el que los excedentes se descartan y se configuran espacios en los que se cumplen roles consensuados es justamente la tarea de la policía. Rancière usa este término no como sinónimo de opresión o de control, sino como un modo de reparto de lo sensible que rechaza todo vacío y suplemento. La policía anula el disenso, es decir, anula la política, porque ésta se encuentra en su propio borde, siempre es específica y provisional. Para este autor, la oposición democracia real vs democracia formal de cierta tradición filosófico- política (Platón, Marx, Arendt) le ha asignado lugares estables a la democracia, y no ha podido ser sensible a la paradoja intrínseca de la política, anulándola. El argelino entiende que por ello es esencial alejarse de la interpretación que piensa a la política como generada antropológicamente desde un bios politikós y que la concibe como una forma de vida.

A continuación, y dentro del análisis del problema de la democracia como paradoja, el filósofo aborda también la posibilidad de concebir, enlazada a ella, una idea diferente de comunismo. Este puede ser pensado como una forma de inteligencia, como una serie de procesos colectivos de reflexión y discusión acerca de la vida misma, presentes en el propio sistema capitalista que atraviesa al planeta. Ese poder colectivo es, al igual que el de la democracia, de cualquiera. Se trata del poder específico y paradójico de quienes no tienen ningún título especial. Es el mismo poder que Platón rechazó con el nombre de democracia. Esta es una forma de poner en juego a la inteligencia colectiva, y dicha inteligencia, dicha práctica política, es el disenso. Este concepto, advierte Rancière, no significa lucha de intereses contrapuestos, sino yuxtaposición de formas de implementación sensible de la inteligencia colectiva.

Al finalizar esta primera sección de Disenso Rancière conecta el recorrido del comunismo en sus orígenes (Revolución Francesa de 1789 y revoluciones europeas de 1848) con la noción de estética. El comunismo - explica- nace de la convicción de que el fracaso de los revolucionarios franceses se debió al intento de formar un nuevo mundo a partir del cadáver de las leyes e instituciones del Estado. Esa conclusión permitió ver un camino diferente en la esfera estética:

El Manifiesto comunista fue publicado solo un año antes de las revoluciones de 1848, pero la estructura teórica de la idea del comunismo que promueve se remonta 50 años atrás, cuando unos cuantos poetas y filósofos alemanes se impusieron a sí mismos y a su nación la tarea de dar una respuesta al fracaso de la Revolución francesa. Esos pensadores dieron por sentado que los revolucionarios franceses fracasaron (…) porque no rastrearon el origen del problema hasta sus raíces y plantaron las preguntas en su terreno real, a saber, la configuración del mundo vivido. El camino para semejante radicalización parecía haber sido pavimentado por el descubrimiento de una nueva forma de libertad e igualdad: la que puede encontrarse en la esfera de la estética. El “juego libre” kantiano, o la “igualdad” de la inteligencia y la sensibilidad trajo consigo la anulación de la jerarquía que coloca a la forma sobre la materia y a la actividad sobre la pasividad, lo cual sugiere una nueva forma de igualdad que podría aplicarse contra los simples vuelcos de las formas del poder estatal. (Rancière; 114,115)

Rancière explica que esta revolución estética entiende a la separación como fuente de toda dominación. Por ello, esa libertad e igualdad mencionadas en la cita requieren de una unión de inteligencias colectivas en una sola, para lograr una reconfiguración total del mundo. El filósofo agrega que el esquema de esa revolución ya había tomado carnadura en El primer programa de un sistema del idealismo alemán de Hegel, Schelling y Hölderlin, y Marx lo transformaría después en el “programa de una «revolución humana»” (Rancière; 115). Es por ello que el argelino marca que “De este modo, la realidad del comunismo aún hoy está ligada a la realidad de ese marco originario, a la eterna realidad del paradigma de la revolución «estética»” (Rancière; 115)

Parte 2. La política de la estética

En esta segunda parte, concentrado en reflexionar especialmente sobre estética, Rancière se refiere a la Juno Ludovisi – una cabeza de mármol romana del s.I-que se encuentra en el Museo Nacional Romano. La representación de la diosa Juno enlaza, según el autor, las dos instancias mencionadas arriba: estética y política. Conecta, más precisamente, una idea específica de “autonomía del arte” y de “promesa de la política”. Esta Juno, al representar la ausencia de toda cualidad humana, es decir, al no registrar sus materiales ni voluntad ni propósito, no es una obra de arte, pero sí otra cosa: es autonomía y autosuficiencia, es la representación de un modo de estar de la vida comunitaria griega. La autosuficiencia de Juno expresa una vida en la que arte y política no están separadas.

El filósofo argelino explica que esta integración rechaza la clásica oposición entre arte y política, que permite cruces entre sus elementos y que ha recorrido la historia desde al menos tres ángulos específicos. Uno es el que entiende al arte como pasaje, como posibilidad de transformarse en vida. Rancière comenta que este supuesto se encuentra ya en el Primer programa de un sistema del idealismo alemán, de Hegel, Scheling y Hölderlin, y comprende a la estética como un marco consensual que une, poesía mediante, a las élites y al “pueblo común”. Esta idea, también presente en los escritos marxianos de 1840, permitió que la vanguardia de Marx y la artística convergieran en 1920, ya que ambas compartían el mismo programa: “la construcción de nuevas formas de vida en las que la autosupresión de la política coincidía con la autosupresión del arte” (Rancière; 157)

El segundo ángulo es el inverso, el de la vida que se transforma en arte, cuyo ejemplo más notorio es el museo. Rancière explica que el museo exhibe el arte siempre en forma historizada; desde esta perspectiva, a la que suscribe Hegel, la cabeza de Juno no es arte “porque sea expresión de una libertad colectiva, sino porque ilustra la distancia entre esa vida colectiva y la manera en que puede expresarla” (Rancière; 161). Así, la Juno representa no la divinidad sino una idea de divinidad en términos de lo que el artista y los materiales de que dispone pueden expresar. El arte está vivo en la medida en que la materia se le resiste y en tanto es más que arte, esto es, una forma de vida.

El tercer ángulo, finalmente, percibe al arte y a la vida como elementos con propiedades intercambiables. Esta mirada procura multiplicar las líneas de temporalidad del arte, habilitando relecturas y revisiones de las obras. El filósofo explica que esto implica que las obras de arte pueden dejar de serlo y, por supuesto, los “objetos comunes pueden

cruzar la frontera y entrar en el terreno de la combinación artística” (Rancière; 164). En esta combinación el autor ve cierta metapolítica que permite pensar en un arte que le responde a las estratificaciones, a la organización de jerarquías, y colabora -entiende él- en la construcción de un mundo sensible sin dejar de participar de la promesa de emancipación. Para Rancière, la eficacia del arte reside en su capacidad para el disenso, para romper la relación entre las producciones de las formas de arte y una función social específica. Es allí donde se encuentra el punto de unión entre arte y política, en tanto el disenso implica disputar la idea de configuración natural de roles y lugares. Es por esto que el autor le confiere a la ficción un estatuto particular. Le da una interpretación desde la cual ni es opuesta al “mundo real”, ni supone simplemente la creación de uno imaginario. Para él, la ficción reformula lo real, construye disenso, modifica formas de representación y de enunciación. Así, la ficción dialoga con la política porque participa del reparto de lo sensible.

El filósofo argelino entiende que esa configuración procura plantear un mundo de experiencia impersonal compartida, ayudando a crear un tejido a partir del cual construir nuevos objetos comunes. Se trata de una apuesta que intenta también operar de manera diferente a como lo hace el denominado arte crítico que, exhibiendo en museos, instalaciones y performances diversas modalidades de la sociedad del espectáculo y de la fascinación por la mercancía, termina girando sobre sí mismo y reduciéndose a una llana puesta en escena.

Para Rancière, política y estética están entrelazadas. Interesado especialmente en la literatura, el argelino se detiene en la poesía y tiene en cuenta su división en dos tipos de géneros: por un lado, el “elevado” - implicado en un estilo específico, que suponía que las clases altas se comportaran y hablaran de determinada manera- y por otro, el “bajo”, - dedicado a la gente común, con sus respectivas convenciones. Basándose en esta distinción, Rancière toma el caso de los impugnadores de Gustave Flaubert y explica que lo que les molestó fue la desestructuración del principio jerárquico que contenía a personajes y temas, es decir, el quiebre del principio de propiedad entre estilo y tema. Flaubert y su estilo “aristocrático”, indiferente, fue entonces interpretado como un régimen de igualdad, uno de absolutización democrática (Rancière; 200):

“La literatura (…) Saca a los personajes y a las situaciones de su realidad terrestre y cotidiana y muestra lo que son en realidad: un tejido fantasmagórico de signos poéticos que también son síntomas históricos, porque su naturaleza como signos poéticos es la misma que su naturaleza como resultados históricos y síntomas políticos” (Rancière; 208)

A continuación, el filósofo argelino dedica algunas páginas a exponer algunas consideraciones sobre el arte en Deleuze. Si bien para el pensador francés el arte es política, ese juicio estético no asimila exactamente una cosa a la otra. En Deleuze, el arte es resistencia ya que elude tanto la determinación conceptual como también el atractivo en términos de bien de consumo. Esa resistencia (de herencia kantiana) a la forma en que aristotélicamente se entendió la naturaleza humana es, justamente, disensual. Al respecto, Rancière retoma la paradoja sobre la estatua de Juno, cuya resistencia radica en su alejamiento de todo lo humano, de toda intención, voluntad y propósito. Esas características traducen un tipo de libertad que es la misma que la del pueblo que se ve reflejado en ella. Se puede percibir allí la fusión entre arte y vida comunitaria.

Un poco más adelante, a propósito de la conjunción entre estética y política, Rancière explica que es necesario distinguir entre ética y moral, dos conceptos que a su parecer son frecuentemente confundidos. “La ética significa la disolución de la norma en el hecho; en otras palabras, la incorporación de todas las formas de discurso y práctica bajo el mismo punto de vista indistinto” (Rancière; 231). El resultado de la confusión de esta con la moral es que se piensa al giro ético en términos de un sometimiento de “la política y el arte a los juicios morales sobre la validez de sus principios y las consecuencias de sus prácticas” (Rancière, 231).

Pero, según el filósofo, no es esto lo que ocurre actualmente; no hay en realidad ningún reinado de los juicios morales sobre la praxis humana. En tanto ethos quiere decir “morada” y, al mismo tiempo, se refiere a la forma de vida o de ser de acuerdo a esa morada, el problema con el giro ético es que establece una conjunción específica de estos elementos a partir de los cuales la instancia del juicio –evaluación y decisión- se ve aplastada por el imperio de la ley que, al ser radical y no brindar alternativas, se transforma en un orden restrictivo. Para ilustrar esta paradoja, Rancière toma como ejemplos dos películas: Dogville (Lars VonTiers, 2003) y Mystic River (Clint Eastwood, 2003).

Rancière entiende que estas ficciones contrastan con producciones de temática similar como The wrong man (Alfred Hitchcock, 1956) y Fury (Fritz Lang, 1936), ya que a diferencia de estas, aquellas se sustentan en el problema del sufrimiento perpetrado por otros y que no tiene solución en la aplicación de justicia; esta noción implica, pues, que frente a la injusticia, la justicia no puede hacer nada. El autor comenta que es el mismo razonamiento que el de “justicia infinita”, el del ataque preventivo que intenta expulsar el trauma y preservar el tejido social; se trata de un tipo de justicia que no se detiene nunca porque el terror que intenta clausurar es él mismo potencialmente infinito.

Palabras finales

Esta indistinción entre moral y hecho es lo que el filósofo entiende como “giro ético”. Y esa indistinción, esa unificación entre justicia, moral y derecho, es lo que interpreta como “consenso”, el opuesto de la política. El consenso borra distinciones, busca reducir el pueblo a la población, y el derecho al hecho. “De este modo, la comunidad política tiende a transformarse en una comunidad ética, en una comunidad que reúne a un solo pueblo en el que supuestamente están todos contados” (Rancière; 237). Ese giro ético, expresa el autor, en lugar de proyectarse hacia un horizonte emancipatorio se concentra en lo que pasó, en el hecho que le dio lugar, está detrás de nosotros. Y ese giro, ese borramiento de las diferencias se puede ver en la reflexión del arte en la actualidad.

A poco de finalizar su libro, Rancière se refiere al otro gran problema del giro ético en lo que a la reflexión estética se refiere: el de lo irrepresentable, cuyo lugar más transparente es el del lugar del Holocausto en el arte. Frente a este tipo de dilemas, el autor se opone a Adorno, y explica que su intento de separar al arte del circuito comercial termina haciendo de él una práctica testimonial de una catástrofe irrepresentable. Al respecto, la propuesta con la que cierra Rancière es rechazar la idea de pureza de la política y del arte, admitir sus diferencias y aceptar también que esos inventos siempre son precarios, ambiguos, en definitiva, disensuales.

Disenso es, como se mencionó al comienzo de esta reseña, un libro que atraviesa casi dos décadas de la vida de Jacques Rancière. Sus páginas revelan la maduración de las reflexiones del filósofo en relación a los temas clave de su pensamiento, en una progresión textual que, si bien puede provocar cierta sensación de fragmentariedad en la lectura, permite un acercamiento no secuencial, espaciado, a las ideas del autor. Se trata, por cierto, de un libro adecuado para conocer a Rancière, ya que los muchos ecos de sus obras anteriores reverberan en estas páginas.

Recibido el 13 de octubre de 2021; aceptado el 15 de noviembre de 2021.