Páginas de Filosofía, Año XX, Nº 23 (enero-diciembre 2019), 7-32
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index
http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s18537960/thqx/xirg
ARTICULOS/ARTICLES
IGUALITARISMO Y MERITOCRACIA:
DE RAWLS A SCANLON
EGALITARIANISM AND MERITOCRACY:
FROM RAWLS TO SCANLON
Fernando Alberto Lizárraga
Instituto Patagónico de Estudios en
Humanidades y Ciencias Sociales
Universidad Nacional del Comahue
CONICET
falizarraga@yahoo.com.ar
falizarraga@conicet.gov.ar
Resumen:
Contra el “sentido ordinario” de que la justicia implica, entre otras cosas, dar a cada quien lo que se merece, en su teoría de la justicia como equidad John Rawls adopta una perspectiva normativa radicalmente anti-meritocrática al considerar que nadie merece su lugar inicial en la sociedad y, por lo tanto, los factores contingentes no pueden tener incidencia distributiva. Desde el comunitarismo, se argumenta que la concepción rawlsiana del sujeto –despojado de casi toda particularidad– impide abordar la cuestión del mérito en tanto bien social propio de la esfera del reconocimiento. El libertarismo de derecha nozickeano, en tanto, recusa las pretensiones rawlsianas ya que desconoce la validez de la regla contractual que impide sacar provecho total de los atributos moralmente arbitrarios. Desde el igualitarismo relacional, Thomas Scanlon procura una rehabilitación limitada del mérito, en la medida en que sea o bien institucionalmente dependiente o merecimiento puro. Así, en lo que sigue, examinaremos la propuesta rawlsiana y la de sus críticos, para mostrar que, en definitiva, la anti-meritocracia de Rawls sale airosa de los embates más radicales y, en cierta medida, puede alojar la posición de Scanlon pero al precio de volverse menos exigente.
Palabras clave: Merecimiento; Igualitarismo liberal; Comunitarismo; Esfuerzo; Arbitrariedad moral
Abstract: Against the “ordinary sense” according to which justice implies, among other things, giving to each what she deserves, in his theory of justice as fairness John Rawls adopts a radically anti-meritocratic normative perspective when considering that nobody deserves their initial position in society and, therefore, contingent factors cannot have distributive weight. From the communitarian camp, it is argued that the Rawlsian conception of the person –devoid of almost every particularity– forbids addressing the question of desert as a social good that is peculiar to the sphere of recognition. Moreover, Nozickean right-wing libertarianism rejects Rawlsian advocacies since the former disavows the validity of the contractual rule that prevents taking full advantage of morally arbitrary assets. Relational egalitarians such as Thomas Scanlon, on their part, aim at a limited rehabilitation of desert, in so far as it is institution-dependent or pure desert. So, in what follows, I will examine Rawls’s proposals and those of his critics in order to show that, in sum, Rawlsian anti-meritocracy emerges unscathed from the most radical attacks and that, to a certain extent, it can incorporate Scanlon’s position at the cost of becoming less demanding.
Keywords: Desert, Liberal Egalitarianism, Communitarianism, Effort, Moral Arbitrariness
1.Introducción
El problema del mérito sigue concitando discusiones febriles cuando se trata de situarlo dentro de teorías de la justicia –especialmente aquéllas de cuño igualitario– y, sobre todo, cuando se lleva al plano de las experiencias cotidianas. Al observar el escenario social desde lo que Nancy Fraser denomina paradigmas populares (folk paradigms) –esto es, “conjuntos de supuestos relacionados acerca de las causas y los remedios para la injusticia” en el marco de las luchas de la sociedad civil (Fraser 2003, 11)–1 se comprueba la tendencia a aceptar la noción de sentido común según la cual las personas merecen aquello por lo que han trabajado, aquello por lo que se han sacrificado, aquello que les ha demandado esfuerzos extraordinarios, o aquello en lo que han puesto sus talentos excepcionales, etcétera. Está muy arraigada la idea de que el mundo o la sociedad nos debe algo que merecemos, sin que podamos (o se nos exija) precisar exactamente qué o por qué. Que cada quien reciba lo que merece no luce como un precepto distributivo alejado del sentido común. Sin embargo, cuando se exploran los fundamentos y las normas de las teorías distributivas más influyentes en la escena contemporánea puede observarse que la noción de merecimiento aparece fuertemente cuestionada y su rol, con mucho, queda restringido por muy precisos entornos institucionales. Uno de los más impactantes asaltos a la meritocracia de sentido común fue lanzado por John Rawls en Teoría de la Justicia. Desde el extremo opuesto del campo liberal, Robert Nozick coincidió con la irrelevancia distributiva del mérito moral, pero justificó las desigualdades –en cualquier grado– derivadas de atributos inmerecidos. Desde el espacio del denominado comunitarismo, por otro lado, se puso en cuestión el rechazo rawlsiano del mérito, al tiempo que desde versiones igualitarias más débiles, como la de Thomas Scanlon, el merecimiento fue clasificado en función de su vinculación con instituciones equitativas y justificado en un sentido restringido, ya sea como merecimiento institucionalmente dependiente o como merecimiento puro. En lo que sigue, sostendremos que la anti-meritocracia rawlsiana es inmune al asedio comunitarista ya que éste se basa en una equivocación interpretativa sobre el sujeto rawlsiano; que el anti-igualitarismo libertarista no refuta a Rawls sino que simplemente adopta una posición inconmensurable; y que el igualitarismo del liberalismo pluralista y relacional de Scanlon rehabilita de manera restrictiva la noción de mérito pero al precio de que se acepte una versión igualitaria menos exigente que la que propone Rawls.
2.Nadie merece un lugar inicial más favorable
El igualitarismo liberal inaugurado por John Rawls se caracteriza, entre otras cosas, por su profunda anti-meritocracia. Como es sabido, la teoría rawlsiana –concebida como alternativa al utilitarismo teleológico– recurre a la tradición contractualista para luego, mediante el dispositivo hipotético de la posición original, generar principios de justicia distributiva para una sociedad bien ordenada. El argumento de Rawls, tal como lo reconstruye Will Kymlicka (Kymlicka 1999, 55 y ss.), se divide en dos: por un lado, el argumento intuitivo y, por otro, el argumento estrictamente contractual. En el argumento intuitivo, Rawls identifica y anula, sucesivamente, los factores contingentes que inciden en los esquemas distributivos, lo cual va dando origen a tres mundos sociales posibles. El primero, al que denomina “libertad natural”, se caracteriza por la presencia de dos principios: el principio de eficiencia y la igualdad formal de oportunidades. Se trata de un mundo social en el que las desigualdades iniciales –producto de las loterías natural y social– no son corregidas en modo alguno y se permite que, en la competencia sin restricciones, tengan un decisivo peso distributivo. En términos muy directos, bajo la libertad natural las desventajas iniciales –la posición social y los atributos personales– no reciben compensación por parte de ninguna institución. En tal sentido, Rawls alega que la distribución de los recursos, en particular el ingreso y la riqueza, “es el efecto acumulativo de distribuciones previas de los activos naturales –esto es, talentos y capacidades naturales–, en la medida en que éstos hayan sido o no desarrollados y su uso favorecido u obstaculizado en el transcurso del tiempo por circunstancias sociales y contingencias fortuitas tales como accidentes y buena suerte” (Rawls 2000, 78). Esto implica que, en ausencia de principios que tiendan a la igualdad, los resultados distributivos reflejarán siempre las distribuciones desiguales de los activos personales y sociales. Por eso, concluye que “[i]ntuitivamente la injusticia más obvia del sistema de libertad natural es que permite que las porciones distributivas se vean indebidamente influidas por estos factores que desde el punto de vista moral son tan arbitrarios” (Rawls 2000, 78). Aquí queda establecido uno de los puntos fijos de la teoría rawlsiana: los factores contingentes son moralmente arbitrarios, esto es, no son producto de actos libres y responsables y, por ende, no deben tener influencia distributiva2.
Para corregir las injusticias tan obvias que la libertad natural permite, se requiere que el principio de igualdad formal de oportunidades sea reemplazado por un principio de justa igualdad de oportunidades. Las instituciones no pueden ser parsimoniosas, sino que deben remover los obstáculos formales al acceso a las ventajas sociales y promover la efectiva realización de las oportunidades. Una vez nivelado en parte el punto de partida, “aquellos que están en el mismo nivel de capacidades y habilidades y tienen la misma disposición para usarlas, deberían tener las mismas perspectivas de éxito, cualquiera que sea su posición inicial en el sistema social”, de modo que existan “las mismas perspectivas de cultura y de éxito para todos los que se encuentran igualmente motivados y dotados. Las expectativas de aquellos que tengan las mismas capacidades y aspiraciones no deberían verse afectadas por sus clases sociales” (Rawls 2000, 78). En este punto, Rawls ya establece, por vía de nociones tales como la motivación y la disposición a usar las capacidades igualadas, que la voluntad de utilizarlas puede tener un efecto distributivo. Una vez que se han removido los obstáculos originados en las desigualdades de clase (no las clases en sí), estamos en presencia de lo que Rawls denomina sistema de igualdad liberal. Si bien este esquema no permite tantas desigualdades como la libertad natural, aún es defectuoso porque autoriza las desigualdades originadas en la arbitraria “distribución natural de capacidades y talentos” y así, a la postre, “las porciones distribuidas se deciden conforme al resultado de una lotería natural; y desde una perspectiva moral este resultado es arbitrario” (Rawls 2000, 79). Como veremos, Michael Sandel observa aquí el elemento estrictamente meritocrático que Rawls intentará corregir con el segundo principio de la justicia como equidad.
La solución a las desigualdades de la igualdad liberal, siempre dentro del argumento intuitivo de Rawls, consiste en combinar la justa igualdad de oportunidades con el principio de diferencia, según el cual las desigualdades sociales y económicas son permisibles si, y sólo si, funcionan en beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad (Rawls 2000, 280). El principio de diferencia, entonces, viene a reemplazar a la eficiencia, con lo cual queda establecida una regla de prioridad clave en el esquema rawlsiano, a saber: la prioridad de la justicia por sobre la eficiencia. En este punto, Rawls introduce una condición que expresa sin ambages el carácter anti-meritocrático de su teoría. En un párrafo crucial sostiene:
El principio de diferencia representa, en efecto, el acuerdo de considerar la distribución de talentos naturales, en ciertos aspectos, como un acervo común, y de participar en los beneficios de esta distribución, cualesquiera que sean. Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienesquiera que sean, pueden obtener provecho de su buena suerte sólo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos. Los favorecidos por la naturaleza no podrán obtener ganancia por el mero hecho de estar más dotados, sino solamente para cubrir los costos de su entrenamiento y educación y para usar sus dones de manera que también ayuden a los menos afortunados. Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad (Rawls 2000, 104; nuestras cursivas).
Para Rawls, hay un hecho incontrovertible: nadie merece haber nacido con tales o cuales ventajas o desventajas. Es tan sencillo como afirmar que nadie elige ni el lugar ni el momento en el que ha de nacer y, por consiguiente, nadie puede ser premiado por nacer en una posición aventajada ni castigado por haber venido al mundo entre los desafortunados. Por ende, para la persona de la que se trate, haber nacido en condiciones ventajosas o desventajosas es un hecho fortuito que, como tal, no puede ser fuente de reclamos legítimos ni de valor moral alguno. Por el contrario, la distribución arbitraria de los talentos hace que puedan ser considerados como un “acervo común”, lo cual impone sobre los más afortunados el deber de abstenerse de obtener provecho sin beneficiar a los menos aventajados (esto es, abstenerse del vicio de la pleonexia). Nadie puede sacar ventaja adicional por el mero hecho de haber obtenido números ganadores en las loterías social y natural.
Lejos está Rawls de promover la esclavitud de los talentosos, ya que a los más afortunados se les permite obtener ventajas para cubrir los costos de su entrenamiento y educación. Aún así, éstos podrían alegar que los esfuerzos o sacrificios en que incurren al poner sus talentos al servicio de los menos afortunados los hace merecedores de recompensas especiales. Es decir, podrían argumentar que, independientemente del origen contingente de sus atributos especiales, hicieron méritos suficientes como para aumentar el producto total con lo cual se obtiene el estado Pareto superior respecto de la igualdad inicial, el cual beneficia a todos y especialmente a los menos aventajados, según manda el principio de diferencia. En rigor, si no se les otorgara una recompensa congruente con sus esfuerzos, podrían sentirse injustamente tratados y, frente a esto, podrían responder con la huelga de los talentosos, un acto que rompería con el equilibrio deseado en una sociedad bien ordenada y basada en los principios de justicia.
La respuesta de Rawls frente al reclamo fundado en el mayor esfuerzo es contundente: “[e]l grado en que se desarrollen y fructifiquen las capacidades naturales se ve afectado por todo tipo de condiciones sociales y actitudes de clase. Incluso la buena disposición para hacer un esfuerzo, para intentarlo, y por tanto ser merecedor del éxito en el sentido ordinario, depende de la felicidad en la familia y de las circunstancias sociales” (Rawls 2000, 79; nuestras cursivas). Según Rawls la capacidad de realizar un esfuerzo consciente depende de circunstancias no elegidas por el sujeto y, por ende, cuenta como un factor moralmente arbitrario, el cual no puede dar origen a reclamos legítimos. Por eso sostiene que es “incorrecto” creer que los más afortunados tienen “derecho a un esquema cooperativo que les permita obtener aún más beneficios en formas que no contribuyan al beneficio de los demás”, ya que no merecemos nuestro lugar en la distribución inicial. Y añade: “[i]gualmente problemático es el que merezcamos el carácter superior que nos permite hacer el esfuerzo por cultivar nuestras capacidades, ya que tal carácter depende, en buena parte, de condiciones familiares y sociales afortunadas en la niñez, por las cuales nadie puede atribuirse mérito alguno. La noción de mérito no puede aplicarse aquí” (Rawls 2000, 106; nuestras cursivas). Estas afirmaciones son altamente contra-intuitivas ya que, por lo general, los reclamos de ventajas están basados en logros, esfuerzo, sacrificio, talentos desarrollados, etcétera. Por eso mismo Rawls advierte que estos reclamos corresponden a un sentido ordinario del mérito. Así, las ventajas que de todos modos se conceden a los más talentosos no son una respuesta a sus reclamos meritocráticos, sino derechos concedidos en función de expectativas legítimas generadas por los propios principios de justicia. Lo que hace Rawls, en definitiva, es anular el sentido ordinario del mérito e introducir un lenguaje de derechos, esto es, convertir los reclamos de sentido común en expectativas legítimas que todas las personas aceptarían en la hipotética posición original.
Por lo anterior, queda claro que los reclamos de ventajas y las compensaciones por desventajas no dependen del valor moral de las personas sino de los derechos que sean acordados en la posición original, esto es, en el hipotético contrato en el que se escogen los principios de justicia. Así, no es lo mismo decir que los más aventajados merecen tal o cual recompensa, que decir que tienen derecho a la misma. No se trata de una cuestión puramente semántica. Recompensar las ventajas contingentes sería, como diría J. S. Mill, “dar a los que ya tienen”; asignar partes distributivas según las normas institucionales, esto es, según los derechos acordados, representa en cambio el acuerdo al que todos habrían llegado en la posición original. En rigor, en dicha situación hipotética, las personas representativas –despojadas de cualquier conocimiento sobre sus particularidades y sin posibilidad de sacar ventaja de sus atributos– acuerdan precisamente que los más talentosos reciban algunas ventajas, en tanto cuestión de derecho, por el empleo de sus atributos moralmente arbitrarios siempre y cuando esto beneficie a todos y en particular a los menos aventajados. Por eso mismo, Rawls aclara que “los más aventajados tienen un derecho a sus dones naturales al igual que lo tiene cualquier otro; este derecho está comprendido por el primer principio, precisamente por la libertad básica que protege la integridad de la persona” (Rawls 2000, 106; nuestras cursivas), lo cual impide que se establezca un sistema basado en la esclavitud de los talentosos. Pero tampoco pueden obtener todo lo que consideren que “merecen” ya que “los más aventajados tienen derecho a todo aquello que puedan adquirir conforme a las reglas de un sistema equitativo de cooperación social” (Rawls 2000, 106).
Como vimos, Rawls tiene muy presente el sentido ordinario del mérito, que bien puede asociarse al sentido tradicional que se rastrea hasta Aristóteles, en términos de que “la justicia es la felicidad acorde con la virtud” (Rawls 2000, 287). Sobre la visión aristotélica, Rawls alega que la justicia como imparcialidad la rechaza puesto que,
la noción de distribución de acuerdo con la virtud no distingue entre el merecimiento moral y las expectativas legítimas. Así, es verdad que cuando las personas y los grupos toman parte en acuerdos justos, adquieren ciertos derechos unos sobre otros, precisados por reglas públicamente reconocidas […]. Pero lo que están autorizadas a exigir no es proporcional, ni depende de su valor intrínseco. Los principios de justicia que regulan la estructura básica y especifican los deberes y obligaciones individuales no mencionan el merecimiento moral, y no hay una tendencia de las porciones distributivas a corresponder a él (Rawls 2000, 287).
Rawls no reniega de la búsqueda de la excelencia –de hecho apela a Aristóteles para afirmar el principio según el cual la recompensa de una actividad compleja está en la actividad misma–, sino que pretende anclar los principios de justicia por fuera de la discusión sobre el mérito moral y amarrarlos a la noción de los derechos y las expectativas que personas racionales, libres, iguales y mutuamente indiferentes elegirían en una situación contractual hipotética. Por lo tanto, la noción de mérito no pude aplicarse en la distribución de bienes sociales primarios.
3.Comunitaristas y libertaristas
La anti-meritocracia rawlsiana despertó un conjunto de tempranos cuestionamientos, tanto desde el campo comunitarista, cuanto desde el espacio de los libertaristas de derecha. En su clásico Las Esferas de la Justicia, el comunitarista Michael Walzer discutió la noción rawlsiana de merecimiento en el marco de un espacio distributivo específico: la esfera del reconocimiento. Para Walzer los bienes sociales se distribuyen en esferas autónomas, en cada una de las cuales el bien social relevante determina, en función del sentido social que le ha sido asignado, el criterio, los agentes, el procedimiento y demás elementos de la distribución. El dinero, entonces, se distribuye conforme a criterios y agentes diferentes que el honor, o el castigo, o los premios, dando origen a esferas distributivas que configuran una igualdad compleja (puesto que no hay una única norma sino una pluralidad de reglas distributivas). Así, Walzer postula que no hay posibilidad de igualdad simple en la esfera del reconocimiento, ya que no puede ser distribuido por el Estado, por ejemplo, en función de un único principio abstracto (Walzer 1993, 266). Se trata de un bien mucho más complejo que “depende por completo de actos individuales de honor y deshonra, de consideración y desconsideración” (Walzer 1993, 266). En función de su visión radicalmente particularista, Walzer asevera que la posición de los individuos en esta esfera dependerá del resultado de la lucha por el reconocimiento y que es imposible anticipar cuáles rasgos serán valorados y quiénes serán sus poseedores. Por ende, si bien no puede haber en esta esfera igualdad de resultados, sí puede haber igualdad de oportunidades para obtener reconocimiento al mérito, en una sociedad democrática (Walzer 1993, 267), aunque no existe la garantía de que los reconocimientos “se distribuyan a individuos dignos de recibirlos en algún sentido objetivo” (Walzer 1993, 268).
En la teoría walzeriana, el mérito es tratado, específicamente, en relación con los honores públicos. En este caso, alega el autor, “el parámetro es el merecimiento, y lo que se recompensa es el mérito: éste o aquel rendimiento, realización, buena acción, trabajo bien hecho o fina obra atribuida a un individuo o a un grupo de individuos” (Walzer 1993, 271). Como Walzer interpreta los sentidos de las sombras en la caverna y no alguna verdad situada allá afuera, observa que en otras esferas distributivas el adjetivo “merecedor” también se aplica con frecuencia. Y con esta constatación, de que el mérito es usado en mayor o menor medida, Walzer pasa a desafiar la posición de Rawls. Conviene reproducir su cuestionamiento in extenso
[l]os partidarios de la igualdad a menudo se han sentido obligados a negar la realidad del merecimiento. Las personas quienes llamamos merecedoras sólo tienen buena suerte. Nacieron con ciertas capacidades, fueron criadas por padres amorosos, exigentes o estimulantes, y así se encuentran viviendo, en gran medida por pura suerte, en un tiempo y un lugar donde sus capacidades particulares, tan cuidadosamente fomentadas, son también valoradas. Por nada de ello pueden exigir crédito; en el sentido más profundo, no son responsables de sus propios logros. Incluso los esfuerzos que hacen, la pesada preparación a la que se someten, no evidencian mérito personal alguno, pues la capacidad de hacer un esfuerzo o soportar rigores es, como el resto de las capacidades, tan sólo el don arbitrario de la Naturaleza o la crianza. Por lo demás, el argumento es extraño, pues si bien se propone dejarnos con personas de iguales derechos, apenas si nos dejan con personas en absoluto […] Las modalidades reflexivas del reconocimiento, la autoestima y el autorrespeto, nuestras posesiones más importantes […] tienen que parecer insignificantes a los individuos cuyas cualidades no son sino suerte en un sorteo (Walzer 1993, 271).
El problema de la posición anti-meritocrática de Rawls, según Walzer, reside en los siguientes aspectos: (a) negar la realidad del merecimiento; b) los logros personales son sólo cuestión de buena suerte en tiempo y lugar y, por lo tanto, no son producto de actos responsables; c) el esfuerzo consciente es un factor arbitrario; y d) todo lo anterior implica una lesión sobre el autorrespeto en tanto niega la condición de personas a los individuos. En primer lugar, en cuanto al punto (a), Rawls no niega la realidad del merecimiento, sino –como se ha dicho– admite su existencia en un sentido ordinario, reconoce la pertinencia del merecimiento moral y sólo regula la incidencia de este último en la distribución del ingreso y la riqueza (bienes sociales sobre los que opera básicamente el principio de diferencia). En cuanto a (b), que los logros surjan de la buena suerte de haber nacido en el tiempo y lugar adecuados no quita que las personas no sean poseedoras de tales logros ni de los atributos que les dan origen. Rawls específicamente afirma que los más aventajados tienen derecho a sus dones según el primer principio que protege su integridad y tienen derecho a todo aquello que pueden reclamar en función de los principios de justicia, que fueron creados por ellos mismos en forma libre y responsable, y son aplicados por instituciones que ellos mismos aceptan como justas. El punto (c) es simplemente una especificación del punto precedente y sólo se destaca porque el esfuerzo suele ser invocado como la fuente más legítima del merecimiento. En cuanto a (d) mal podría Rawls atacar el respeto propio, ya que considera que éste es el más importante de los bienes sociales primarios. El principio aristotélico según el cual las personas obtienen recompensa en la realización de sus talentos y en la emulación que suscitan reconoce precisamente el mérito moral. Las personas situadas bajo el velo de la ignorancia en la posición original son parte de un experimento mental sin pretensiones antropológicas y las personas situadas en el mundo real expresan su autonomía, entre otras cosas, al vivir según los principios de justicia. Asimismo, Walzer se equivoca al suponer que la justicia rawlsiana consiste en repartir bienes abstractos entre personas como “moldes morales o psicológicos vacíos”, cuando debiera distribuir bienes entre personas “concretas e integradas” (Walzer 1993: 272). Si bien es cierto que los bienes sociales primarios no están enumerados en función de rasgos culturales particulares, distan de ser tan abstractos como alega Walzer. Por otra parte, quienes eligen los bienes en la escena contractual no son moldes completamente vacíos y, en tanto destinatarios de estos bienes, se trata de personas concretas que habitan una sociedad regida por la justicia como equidad. El mundo de Rawls es más grande que la posición original. Si se quiere, el error de fondo de Walzer consiste en invadir indebidamente en su discusión de la esfera del reconocimiento y el honor público la esfera de las recompensas materiales y las desigualdades sociales y económicas. En los propios términos walzerianos, podría decirse que Rawls impide que la esfera del honor (el mérito moral) predomine sobre la esfera de la distribución de riqueza e ingresos.
En una nota al pie, Walzer admite que su crítica a Rawls se basa en las objeciones lanzadas por el filósofo Robert Nozick en Anarquía, Estado y Utopía, una réplica sistemática al igualitarismo desde el libertarismo de derecha. Nozick, claro está, se identifica con el sistema de libertad natural, aquél que combina las posiciones abiertas a los talentos (igualdad formal de oportunidades) y principio de eficiencia. En este punto, se detiene a contrarrestar el rechazo rawlsiano a la influencia distributiva de los atributos inmerecidos en el sistema de libertad natural y llama la atención sobre el hecho de que Rawls no menciona en absoluto “cómo las personas han decidido desarrollar sus dotes naturales […] quizás porque tales opciones también son vistas como productos de factores que están fuera del control de la persona y, por tanto, ‘arbitrarios desde un punto de vista moral’” (Nozick 1991, 211). Esto implica, sostiene Nozick, una denigración de la autonomía y de la responsabilidad de las personas, a contramano de lo que la teoría rawlsiana sostiene, en términos de protección de la dignidad y el autorrespeto. Afirma Nozick: “[p]odemos dudar de que el cuadro no exaltado de los seres humanos que la teoría de Rawls presupone, y sobre la cual descansa, pueda encajar conjuntamente con la idea de dignidad humana, que la teoría, para eso formulada, quiere alcanzar y abrazar” (Nozick 1991, 211). En efecto, Nozick considera que la búsqueda de obturar la influencia de las circunstancias sociales y los talentos “conforma de modo decisivo la teoría de Rawls y subyace en su delineación de la posición original” (Nozick 1991, 212). Si Nozick observa un “cuadro no exaltado de los seres humanos” es porque decide desconocer lisa y llanamente la prioridad rawlsiana de las libertades básicas, interpreta la posición original como un dispositivo con pretensiones antropológicas, y porque, en definitiva, su visión de los derechos naturales es en un todo inconmensurable con los derechos generados por el dispositivo contractualista de Rawls.
Al reconstruir el argumento rawlsiano, Nozick entiende que la justicia como equidad entraña la siguiente proposición: “las pertenencias deben ser iguales, a menos que haya una razón moral (de peso) por la cual deban ser desiguales” (Nozick 1991, 218). A esto debe añadirse la idea de que no hay razón moral para que las personas tengan diferentes atributos naturales, y el corolario de que cuando estas diferencias existen no son fuente de reclamos desiguales o, en sus palabras, que “no son una razón por la cual las pertenencias deban ser desiguales” (Nozick 1991, 219). Son estos supuestos igualitarios de Rawls los que Nozick pretende desmontar y rechazar por completo. Por eso, sostiene que una teoría distributiva no puede tener ninguna presunción a favor de la igualdad, al tiempo que afirma que el hecho de que algunos rasgos sean moralmente arbitrarios no los convierte en atributos obtenidos ilegítimamente. Por ende, aunque sean inmerecidos, las personas tienen derecho a tales atributos. Así, “no es necesario que los fundamentos que subyacen al merecimiento, sean también merecidos” (Nozick 1991, 212). Por lo tanto, “si las dotes naturales de las personas son arbitrarias o no, desde un punto de vista moral, las personas tienen derecho a ellas, y a lo que resulte de ellas” (Nozick 1991, 222). Rawls no está en desacuerdo con que las personas tengan derecho a sus dotes, sino con que obtengan beneficio ilimitado de su uso en un esquema de cooperación social. Como la teoría de Nozick da por autoevidentes los derechos como libertades negativas y, de forma derivada, el derecho de auto-propiedad, su visión es en realidad inconmensurable respecto de la posición rawlsiana. Por eso no puede admitir que la “razón moral (de peso)” para que las pertenencias sean iguales resida en los principios que los propios sujetos elaboraron para sus instituciones en la posición original.
El rechazo de Walzer y Nozick a la anti-meritocracia rawlsiana contrasta con la renovada posición –menos beligerante– de quien alguna vez fuera un acérrimo crítico comunitarista de Rawls: Michael Sandel. En una de sus obras más recientes, Sandel sigue sosteniendo que es errónea la concepción de la autonomía en el liberalismo rawlsiano, toda vez que supone dejar de lado todo aquello que hace a las particularidades de cada persona. En el afán de poner como centro de la concepción liberal la capacidad de elegir los fines propios, se ignoran –alega Sandel– las obligaciones y cargas que pesan sobre cada persona, como elementos constitutivos de esos sujetos –tal como queda ilustrado paradigmáticamente en el enfoque narrativo que propone Alasdair MacIntyre. Con todo, Sandel se muestra ecuánime en su valoración de la teoría rawlsiana al punto de calificarla como la más igualitaria que se haya gestado en Estados Unidos.
En lo que toca al problema del merecimiento, Sandel considera que la denominada igualdad liberal –esto es, la combinación de eficiencia y justa igualdad de oportunidades– es una “meritocracia equitativa” puesto que, aunque se han removido en parte las desventajas sociales por medio de intervenciones institucionales que nivelan el punto de partida, la distribución sigue siendo influenciada por las aptitudes naturales. Contra ciertas simplificaciones de la posición rawlsiana, Sandel asegura que el igualitarismo de Rawls no supone nivelar hacia abajo, ni la esclavitud de los talentosos, es decir, una pesadilla igualitaria que impide que los mejor dotados puedan desplegar sus habilidades ya que están constreñidos por los mandatos de un igualitarismo crudo. La igualdad rawlsiana, explica con mesura Sandel, supone dejar que los más talentosos obtengan ganancias siempre y cuando sepan que aquello que obtienen “no les pertenece sólo a ellos, [sino] que deberían compartirlo con quienes carecen de dotes similares” (Sandel 2014, 179). Por eso, la meritocracia de la igualdad liberal difiere de la anti-meritocracia de la igualdad democrática: la primera consiste en “el mercado libre con una igualdad de oportunidades equitativa” (Sandel 2014, 180) mientras que el igualitarismo rawlsiano se define directamente por “el principio de la diferencia” (Sandel 2014, 180).
Sandel también realiza una interpretación anti-meritocrática respecto de los incentivos económicos que generan desempeños especiales o, en otras palabras, que estimulan el esfuerzo consciente. Así, afirma que “permitir diferencias salariales por mor de los incentivos no es lo mismo que decir que quienes han logrado el éxito tienen el privilegio moral de poder reclamar los frutos de su trabajo” (Sandel 2014, 181), esto es: no hay mérito moral en el reclamo de incentivos. Por ello, concede que “Rawls quizá tenga algo de razón [en que] ni siquiera el esfuerzo puede ser el fundamento del merecimiento moral” (Sandel 2014, 181; nuestras cursivas). En efecto, cuando considera el esfuerzo entre los factores arbitrarios, Rawls “socava el punto de vista meritocrático al poner en cuestión su premisa básica, a saber, que una vez que se han eliminado las barreras que puedan impedir el éxito, se puede decir que las personas se merecen la recompensa que sus aptitudes le reporten” (Sandel 2014, 183). En este punto, Sandel recalca que Rawls hace
una distinción importante pero sutil: entre el merecimiento moral y lo que él llama ‘derecho a las expectativas legítimas’. La diferencia es ésta: al contrario que en la vindicación de un mérito, un derecho adquirido sólo se genera cuando se han establecido ya ciertas reglas del juego [esto es,] una vez que los principios de justicia han establecido los términos de la cooperación social, se tendrá derecho a percibir los beneficios que se obtengan conforme a las reglas. Pero si el sistema fiscal obliga a los perceptores a entregar una parte de esos ingresos para ayudar a los desfavorecidos, no podrán quejarse de que esto les priva de algo que se merecen moralmente (Sandel 2014, 185)
En relación con el problema de los atributos contingentes, Sandel recalca que hay dos razones por las que Rawls rechaza el merecimiento moral como base de la distribución: primero, porque corresponde reconocer que los rasgos personales con los que uno entra en competencia “no son del todo obra mía” y, en segundo lugar, porque las aptitudes que una sociedad valora o demanda en un determinado momento también son arbitrarias desde el punto de vista moral (Sandel 2014, 185). Con todo, Sandel reconoce la persistencia de la noción de que hay cosas que son efectivamente merecidas y por ello es difícil separar la justicia respecto del merecimiento moral. A propósito, trae a colación la idea de Milton Friedman quien sostenía que “la vida no es justa”, que es incorrecto pensar que “el Estado puede rectificar lo que la naturaleza ha engendrado” y que lo crucial reside en “reconocer cuánto nos beneficiamos de esa injusticia que tanto deploramos” (Friedman, en Sandel 2014, 187). Ante esto, Sandel echa mano de un pasaje de Teoría de la Justicia en el que Rawls afirma que la distribución natural no es justa ni injusta: lo que es justo o injusto es el modo en que las instituciones abordan esa distribución. La diferencia con Rawls estriba en que “las teorías modernas de la justicia intentan separar las cuestiones relativas a la equidad y los derechos, por una parte, de las discusiones relativas al honor, la virtud y el merecimiento moral, por la otra” (Sandel 2014, 212), algo que no resulta aceptable para los comunitaristas. El punto es que mientras autores como Walzer rechazan por completo la perspectiva de Rawls, el proyecto de Sandel se concentra en señalar sus limitaciones, en particular, en el hecho de que la justicia “no sólo trata de la manera debida de distribuir las cosas [sino] también de la manera debida de valorarlas” (Sandel, 2014: 296). En el fondo, para Sandel, la justicia consiste en “cultivar la virtud y razonar acerca del bien común”, mientras que las versiones liberales sólo se concentran en asegurar la capacidad de elegir en un marco de neutralidad sobre el sentido de la vida en común.
4. Merecimiento institucional y merecimiento puro
El arraigo del mérito en el sentido común de las sociedades (al menos formalmente) democráticas hace que la propuesta radicalmente anti-meritocrática de Rawls resulte escandalosa. Dentro del mismo espacio del igualitarismo liberal y contractualista, pero con un perfil más marcado hacia la vertiente relacional, Thomas Scanlon ha procurado recuperar una noción de mérito basada en las instituciones y delimitar una noción pura que, quizás, permitan conciliar las preocupaciones normativas con las concepciones inscriptas en la cultura contemporánea. El punto de partida de Scanlon en su análisis de las razones para permitir o rechazar la desigualdad (o las desigualdades) es la afirmación de que existe una “igualdad moral básica” entre todos los seres humanos, esto es, “la idea de que todos cuentan moralmente” con independencia de su género, etnia, creencias, etc. Por ello, la indagación sobre la desigualdad debe proceder intentando determinar “cuándo y por qué” puede decirse que es “moralmente objetable” que algunos estén mejor que otros. Se trata de una indagación relacional ya que la desigualdad se observa en el vínculo con otros y no respecto de alguna norma impersonal (no-comparativa). Según Scanlon la desigualdad debe ser rechazada porque: “1) crea diferencias de estatus humillantes; 2) brinda a los ricos formas inaceptables de poder sobre los que tienen menos; 3) socava la igualdad de oportunidades económicas; 4) socava la equidad de las instituciones políticas; 5) resulta de una violación del requisito de igual consideración de los intereses de aquellos a quienes el gobierno está obligado a proveer algún beneficio, y 6) surge de instituciones económicas que son injustas” (Scanlon 2018, 8-9)3.
Para abordar el problema del merecimiento, Scanlon comienza desde el derecho a la igual consideración. La ausencia de esta forma de igualdad en un entorno social es un factor causal clave, ya que ciertas desigualdades se deben ostensiblemente al “fracaso de importantes instituciones en el cumplimiento del requisito de la igual consideración” (Scanlon 2018, 13)4. El énfasis en la dimensión institucional, a su vez, emerge como un elemento nodal, toda vez que la igual consideración no sólo se fundamenta en la igualdad moral básica sino también, de manera más directa, en las “razones” que subyacen a una determinada política pública. En este marco, la igual consideración consiste en que se otorgue el mismo peso a los reclamos de las personas y, entre ellos, deben atenderse los reclamos basados en el mérito (Scanlon 2018, 21). Así, una primera forma de admitir el mérito –aunque de manera no tradicional– consiste en hacerlo institucionalmente dependiente (institutional-dependent). Cuando el mérito depende directamente de una regla institucional es posible alentar ciertos logros sin que por esto se incurra en una meritocracia dañina para el estatus, es decir, sin que otros se sientan disminuidos por no tener un cierto talento especialmente apreciado en esa institución. La aceptación de la meritocracia basada en criterios institucionales puede ser aceptable si se considera que los proyectos de vida valiosos no tienen por qué consistir en el desarrollo de un único talento que sea apreciado a escala social. En otras palabras, que algunas instituciones reconozcan ciertos atributos o logros como meritorios no implica menoscabo a otros atributos o logros que las personas puedan tener en otros ámbitos de la sociedad.
Sin embargo, bien puede ocurrir, como observa Rawls, que dados ciertos reconocimientos meritocráticos, se generen comparaciones interpersonales o inter-grupo, lo cual puede suscitar que algunos vean sus vidas como fracasadas, con la subsecuente mella en el autorrespeto (el más importante de todos los bienes sociales primarios). Para Rawls, “incluso las desigualdades que son justas pueden provocar arrepentimiento y comparaciones desafortunadas si a las personas se les echan en la cara en la vida cotidiana”, algo que podría evitarse en presencia de grupos que no se comparan entre sí (Scanlon 2018, 36). El núcleo del problema reside en el hecho de que “las ideas acerca de cuál es el nivel de recompensa económica que merecen las personas por desempeñar ciertos trabajos son, en general, una cuestión de convención social y no tienen base moral”. Luego, en sociedades injustas, las desigualdades pueden hacer surgir “ideas injustificadas de merecimiento e intitulaciones” (Scanlon 2018, 39). Obviamente, incluso en presencia del mérito institucionalmente dependiente, los que están mejor podrían tener menos empatía con los sufrimientos de los que están peor, con lo cual el tejido social se vería sujeto a tensiones que podrían ser evitadas.
La justificación de este mérito restringido se verifica en el marco de la específica concepción scanloniana de la igualdad de oportunidades, la cual presenta un aspecto procedimental (procedural fairness) y otro sustantivo (substantive opportunity). En el caso de la equidad procedimental, las desigualdades están justificadas porque hay una institución justificada que las permite; porque un procedimiento justo las produjo; o porque quien se queja de la desigualdad no tuvo las calificaciones requeridas en el proceso relevante (Scanlon 2018, 41). La modalidad institucional exige que los individuos reciban ventajas justificadas si ocupan posiciones a partir de las habilidades institucionalmente requeridas, en un proceso de selección en el cual las decisiones se basan en las razones correctas. Así, deben evitarse tres formas de discriminación injusta: la inequidad procedimental, la estigmatización y la falta de igual consideración (Scanlon 2018, 44). El mérito, dadas estas condiciones, puede invocarse como válido siempre y cuando sea dependiente de una institución; es decir, que aquello que se define como talento dependa de que la institución esté justificada tanto como la posición en juego. Un ejemplo simple e ilustrativo que utiliza Scanlon indica que si por resolver ciertos problemas aritméticos se establece que se otorgará un puntaje de 10 a los estudiantes, bien puede decirse que quienes lo logran sí merecen dicha calificación. No hay mérito según el valor moral en este proceso ya que los que obtienen esta nota no son moralmente superiores, sino acreedores de un mérito procedimentalmente definido por la institución educativa.
No ignora Scanlon el hecho de que para poder desempeñarse en igualdad de condiciones en el marco de un procedimiento institucional, también debe darse la efectiva capacidad para hacerlo. Esto es lo que denomina “oportunidad sustantiva”, la cual se verifica “cuando nadie tiene una queja válida de que no es capaz de competir por posiciones de ventaja porque no tuvo suficiente acceso a las condiciones adecuadas” (Scanlon 2018, 53). Esta definición está en línea con la posición rawlsiana, ya mencionada, de que una sociedad justa debería brindar “las mismas perspectivas de cultura y de éxito para todos los que se encuentran igualmente motivados y dotados”. Por lo tanto, como señala Rawls, debería evitarse que la posición de clase actúe como un impedimento para aquellos igualmente motivados y dotados. Suponiendo, entonces, que los procedimientos son equitativos, que las ventajas están abiertas a todos según normas institucionales claramente especificadas, y en condiciones de oportunidad sustantiva, sería correcto hablar de mérito, en un sentido muy limitado. Con mayores especificaciones, lo que Scanlon logra aquí es rehabilitar la noción de merecimiento, en el marco de lo que Rawls llama igualdad liberal, la cual según Sandel –como vimos– es una forma de “meritocracia equitativa”.
Puesto que Rawls sostiene que la disposición a esforzarse depende en buena media de la familia en la que cada quien fue criado, llega a conjeturar que la justa igualdad de oportunidades no podría lograrse plenamente a menos que se aboliera la propia institución familiar. En este punto, Scanlon –que ha circunscripto el mérito en términos puramente institucionales– advierte en consonancia con Rawls el peligro de recaer en el moralismo, es decir, no sólo que se premie a quien se ha esforzado en virtud de su valía moral, sino que se responsabilice al menos afortunado por no haber hecho el esfuerzo suficiente. Cuando esto ocurre, se produce una “aparición ilícita” de la idea de merecimiento (Scanlon 2018, 60). Para Scanlon, concretamente, el moralismo y la forma derivada de merecimiento son erróneos puesto que “la distribución desigual de los beneficios sociales no se justifica por las diferencias en el carácter moral de sus beneficiarios” (Scanlon 2018, 61). Con todo, cuando se descarta el moralismo, todavía hay lugar para decir que, bajo condiciones adecuadas de oportunidad sustantiva y equidad procedimental, nadie tiene derecho a quejarse por no acceder a ciertas posiciones. Esto no puede considerarse como una afirmación moral contra el que no se esfuerza porque “se trata de una afirmación acerca de lo que otros, incluso las instituciones sociales básicas, han hecho por esta gente: porque otros han hecho lo suficiente para ponerlas en buenas condiciones para que hagan sus elecciones, estas personas, por lo tanto, no tienen lugar para la queja” (Scanlon 2018, 62). Sólo en este contexto debería entenderse que la noción rawlsiana de que los igualmente motivados y dotados deberían tener iguales perspectivas de éxito no implica una afirmación meritocrática.
Aquí puede objetarse que Scanlon no hace otra cosa que aceptar, con mayores especificaciones, la meritocracia equitativa de la igualdad liberal y deja sin tocar el ríspido problema de si los atributos inmerecidos pueden ser la base de merecimiento (cosa que Rawls rechaza totalmente). Sin embargo, el problema de los talentos ha sido una preocupación continua en su obra. Como señala Wolff, “el desafío, según [Scanlon] lo ve, consiste en que incluso cuando las formas de discriminación arbitrarias e injustas sean superadas, inevitablemente algunos tendrán talentos y rasgos que son altamente apreciados y la ‘meritocracia’ resultante podría agravar las diferencias de estatus percibidas” (Wolff 2013, 419). En un ya famoso ensayo contra la interpretación según la cual el principio de diferencia rawlsiano habilita incentivos materiales, G. A. Cohen (2008, 120) especificó la noción de talentos no como atributos o capacidades, sino antes bien como posiciones de ventaja en el mercado desde las cuales se puede especular estratégicamente para exigir recompensas extraordinarias. En un sentido similar, Scanlon sostiene que los talentos constituyen una “noción institucionalmente dependiente”, ya que son “esas cualidades de los individuos que ocupan [determinadas] posiciones deben tener, en función de cómo estas posiciones están organizadas, en orden a que dichas posiciones arrojen los beneficios que las justifican” (Scanlon 2018, 70). De este modo, la postura de Scanlon –pluralista y relacional– elude las discusiones sobre la naturaleza del “yo deontológico” rawlsiano sobre las que se centraron los primeros debates sobre los talentos5.
El mérito, entonces, depende de un entorno institucional y, en un sentido más amplio, de alguna concepción de justicia específica. Cuando se trata de la distribución de ingreso y riqueza, Scanlon postula que hay que rechazar “la presunción de que los niveles de recompensa económica están adecuadamente justificados al menos en parte sobre la base del merecimiento” (Scanlon 2018, 117). Sucede que al distinguir y examinar los diversos reclamos fundados en el merecimiento “se vuelve evidente que cuando es verdadero decir que una persona merece (o no merece) una cierta recompensa económica, esto es así en virtud de una idea de justicia más general, la cual no depende de una idea de merecimiento. La idea de merecimiento no cumple un rol independiente en estos casos ya sea como justificación de mayores recompensas económicas o como un límite a ellas” (Scanlon 2018, 117). Así, cuando se vincula la noción de mérito con alguna teoría de la justicia y un entorno institucional específico cobra otro sentido la concepción de lo moralmente arbitrario. En palabras de Scanlon:
[la] descripción institucional de la equidad procedimental también explica por qué la selección según las habilidades en este sentido dependiente de la institución no está abierto a la objeción de que distribuye recompensas en base a lo que es ‘arbitrario desde el punto de vista moral’ porque los talentos recompensados no están bajo el control de la persona […] La idea de la ‘arbitrariedad desde el punto de vista moral’ ha sido largamente malinterpretada y mal usada. Tal como la voy a entender, decir que una característica es arbitraria desde el punto de vista moral es simplemente decir que en sí misma no justifica recompensas especiales. Si una característica es ‘moralmente arbitraria’ en este sentido, no se sigue que sea injusto, o moralmente objetable, que una distribución de beneficios rastree la presencia de esta característica bajo ciertas condiciones, porque puede haber muchas otras buenas razones para que así sea (Scanlon 2018, 46)
Para Scanlon, es un error creer que las distribuciones determinadas por factores contingentes son siempre injustas. Dadas las condiciones adecuadas, procedimentales y sustantivas, ciertas formas de mérito pueden ser reconocidas y recompensadas. En rigor, como vimos previamente –y como ha demostrado y reprochado G. A. Cohen desde una perspectiva socialista– Rawls sí permite la incidencia de los talentos inmerecidos bajo la forma de incentivos, mas no como recompensas al mérito. En la teoría rawlsiana, los factores moralmente arbitrarios se anulan para llegar a la igualdad inicial y luego se autoriza su influencia distributiva, bajo las restricciones impuestas por el principio de diferencia.
Si se admite que existe una forma de mérito dependiente de las instituciones y de las teorías de la justicia que están de algún modo justificadas, resta dilucidar si hay alguna forma de mérito pura, independiente de cualquier otro marco externo. En otras palabras, si existen reclamos de merecimiento que puedan diferenciarse de las justificaciones sobre los efectos positivos de tratar a alguien de un cierto modo –tal como lo hacen las instituciones justificadas– y también de los reclamos basados en necesidades (Scanlon 2018, 119), como cuando se dice que alguien merece comer porque está hambriento o merece atención porque está enfermo. Estos “reclamos puros de merecimiento”, al ser no-institucionales, se verifican cuando “una cierta forma de trato se considera adecuada simplemente por hechos acerca de lo que una persona es o ha hecho, donde la calificación ‘simplemente’ elimina las justificaciones del tipo antes mencionado –justificaciones que apelan a las instituciones o a los efectos benéficos de tratar a las personas de una determinada manera” (Scanlon 2018, 120). Los reclamos de merecimiento puro “a veces son válidos” y se relacionan, según Scanlon, con el tipo de respuesta o reacción que suscita una determinada acción o cualidad, ya sea de elogio, admiración, gratitud, culpa o condena (Scanlon 2018, 120). Las características personales que suscitan tales reacciones no son cosas que las personas merezcan como tales, de allí que, en este caso, “una base de merecimiento no necesita en sí misma ser merecida” (Scanlon 2018, 121). Pero aquí Scanlon fija un límite: en la esfera económica, el hecho de que una persona haya cumplido un rol determinado en el proceso productivo puede ser motivo de admiración o gratitud “pero esto no hace que un cierto nivel de recompensa monetaria sea apropiado en sí mismo”, de modo que las expresiones de merecimiento convencionales que Scanlon plantea “no tienen ningún papel en la justificación de las porciones distributivas” (Scanlon 2018, 124).
En este punto, como se sospechará, recobra relevancia el reclamo basado en el esfuerzo, ya que es preciso determinar por qué la recompensa monetaria no sería una respuesta apropiada en sí misma frente a algo que la persona es o ha hecho, de manera no-institucional. Sabemos que el sentido común asocia, sin mayores reparos, el mérito moral expresado en el esfuerzo y la retribución económica. Al respecto, Scanlon advierte que como este mérito moral está vinculado con la motivación del agente, podría decirse que alguien que trabaja por razones altruistas debería recibir más recompensa que alguien que lo hace por autointerés monetario, puesto que el mérito moral del primero es mayor que el de este último. En última instancia, Scanlon cree que la recompensa por la motivación es “inviable” porque es difícil discernir exactamente el motivo de las personas: “[e]l mérito moral puede merecer elogio y admiración, pero no se sigue que esto demande cualquier cantidad particular de pago extra, o cualquier cantidad en absoluto” (Scanlon 2018, 125). La recompensa al esfuerzo, en definitiva, no radica en el esfuerzo mismo sino en “la adecuada oportunidad de elegir”, dados ciertos esquemas de incentivos para la productividad. Quienes no responden a los incentivos, cuando son iguales sus oportunidades de esforzarse, no tienen motivo de queja por la diferencia de retribución (Scanlon 2018, 126). Aquí podrá objetarse que Scanlon supone que es perfectamente posible equilibrar las desventajas sociales y que, fundamentalmente, deja de lado la casi intratable compensación de las desventajas naturales. Si la capacidad y la voluntad de hacer un esfuerzo se originan en factores arbitrarios, se estaría siendo injusto cuando algunos no pueden elegir esforzarse por más que todo lo demás haya sido igualado. Como se recordará, Scanlon adhiere a la noción de que las bases del merecimiento no necesitan ser merecidas y, en consecuencia, explica el argumento de Rawls del siguiente modo:
no es que la disposición a esforzarse no merece recompensa cuando es el resultado de causas ‘externas’ (favorables), sino que la falta de disposición de hacer el esfuerzo requerido para obtener el beneficio no hace justo que esa persona carezca del beneficio a menos que las condiciones bajo las cuales la persona fracasó en hacer el esfuerzo satisfagan los requerimientos de la justicia. Si algunas personas cuyas circunstancias son ‘felices’ hacen el esfuerzo requerido para alcanzar ciertos beneficios mientras que otros, cuyas circunstancias no son meramente menos felices sino injustas, no lo hacen, luego esta diferencia en esfuerzo no hace justa la desigualdad resultante. Esto ilustra la diferencia entre una justificación de la desigualdad basada en el mérito y lo que yo llamo la idea de adecuada oportunidad de elegir, la cual presupone un estándar de condiciones justas (Scanlon 2018, 127).
En coincidencia con Rawls, Scanlon no considera que el mérito puro pueda ser fuente de ninguna desigualdad distributiva e insiste en que solamente puede obtener como respuesta reacciones de elogio o reprobación. El punto crucial aquí es que mientras quienes gozan de circunstancias igualitarias favorables para elegir hacer el esfuerzo requerido merecen las recompensas establecidas –aunque no traducibles en mayores ingresos–, quienes no tienen la disposición a esforzarse sólo pueden ser reprochados cuando dichas circunstancias no les han sido brindadas. De este modo se evita el moralismo de culpar a las personas por su situación desigual. Lo que sí puede estar justificado es recompensar especialmente el desempeño en algunas posiciones asociadas a ciertos talentos por el beneficio que brindan según el principio de diferencia, por ejemplo. Pero en este caso, el talento y la habilidad no se definen como valiosos per se sino que son dependientes de la institución, de modo que se trata de un institutional entitlement y no de una recompensa al mérito moral en sentido estricto (Scanlon 2018, 131). En definitiva, algunos reclamos de merecimiento puro son válidos y requieren gratitud, elogio, condena o culpa, “pero ni recompensas económicas diferenciales ni formas particulares de castigo penal pueden justificarse de este modo” (Scanlon, 2018: 131).
Incluso cuando los esfuerzos que se invocan son tan grandes que pueden ser considerados o calificados como sacrificios, entonces el reclamo no se basa en el mérito sino en la necesidad, esto es, en la necesidad de compensar la pérdida de bienestar. Sostiene Scanlon: “[l]a compensación por el sacrificio no es un estándar de justicia independiente (basado en el mérito o no) sino, al contrario, un principio parcial que presupone algún otro estándar más básico. Éste puede ser la idea de que a las personas se les debe compensación cuando han sido dañadas. Pero asumiré en el presente contexto que el estándar relevante es alguna idea de distribución justa” (Scanlon 2018, 127). Luego, para que se logre la justicia, en un estándar que sí es sensible al esfuerzo, “los que han hecho sacrificios deberían recibir más en otros términos (mayores ingresos, por ejemplo) para compensar estos sacrificios y así traerlos al nivel que la justicia demanda. Si el estándar de justicia relevante requiere iguales niveles de bienestar, el reclamo es que ingresos desiguales pueden requerirse para lograr la igualdad en general del tipo que la justicia requiere” (Scanlon 2018, 128). Vale añadir que en este punto Scanlon coincide con G. A. Cohen quien en su crítica a los incentivos rawlsianos considera, precisamente, que las retribuciones de ingresos motivadas en el desempeño de trabajos penosos, insalubres o riesgosos no constituyen un incentivo sino simplemente una compensación por la pérdida de bienestar.
El lugar que Scanlon le confiere al merecimiento, aunque muy limitado, es menos estricto que el de Rawls ya que, en general, el igualitarismo de Scanlon también es menos riguroso que el de Rawls. Esta diferencia se observa cuando Scanlon sostiene que para que las desigualdades permitidas por la estructura básica sean reprochables, como condición necesaria, “debe ser cierto o bien que estas desigualdades no podrían ser eliminadas sin infringir importantes libertades personales, o que son requeridas para que el sistema económico funcione de modo que beneficie a todos. Las desigualdades que no están respaldadas por este tipo de razones benefician a las personas en ciertas posiciones económicas de manera que otros no tienen razones para aceptar. Tales beneficios pueden decirse que son ‘arbitrarios’ [porque] no hay razón suficiente de por qué estas personas deberían beneficiarse en vez de otras” (Scanlon 2018, 141). Esta concepción general constituye una interpretación débil del principio de diferencia rawlsiano ya que no exige que se mejore a los menos aventajados, sí o sí, dado que sería “suficiente explicar por qué muchas personas ven las desigualdades […] como objetables, sin tener que aceptar un principio tan fuerte como el que ofrece Rawls” (Scanlon 2018, 142). En otras palabras, la justificación de las desigualdades necesita recurrir a las razones que los individuos pueden esgrimir para aceptar instituciones que permitan tales desigualdades, teniendo en cuenta cómo se verían afectadas sus propias vidas (Scanlon 2018, 157). De todos modos, Scanlon insiste en que “las instituciones económicas [que permiten desigualdades] no pueden ser justificadas por apelación a nociones independientes de derechos de propiedad o merecimiento” (Scanlon 2018, 157). En definitiva, la concepción igualitaria de Scanlon restringe el espacio del mérito a aquello que es institucionalmente dependiente, al mérito puro que concita reacciones normativas de aprobación y reprobación y, al igual que Rawls, rechaza que el mérito moral pueda ser un fundamento válido para la determinación de las porciones distributivas de riqueza e ingresos.
5. Consideraciones finales
La discusión sobre la meritocracia que hemos examinado parece fuera de quicio, en el sentido derridiano, en un mundo en el cual el predominio de la racionalidad política neoliberal, aunada al neoconservadurismo, descarta de plano cualquier apelación a la igualdad y exalta las bondades de la desigualdad.6 Hay, si se quiere, un renacimiento de la llamada “religión de la desigualdad”, sintetizada por Wolff como “una extendida creencia, a lo largo de la sociedad, en una jerarquía social y económica natural […], basada en características heredadas, adquiridas en gran medida a través del nacimiento” (Wolff 2013, 413-414). Desde esta perspectiva, la desigualdad no sólo actúa como acicate para la superación y la mayor eficiencia general, sino que es de algún modo justa en tanto recompensa a quienes se lo merecen. La noción tradicional de justicia, como lo recuerda Sandel (2000, 115-116) en su primera crítica a Rawls, consiste en dar a cada quien lo que le corresponde y, en la acepción más extendida, esto significa dar a cada quien lo que se merece. El problema es que cuando las teorías igualitarias contemporáneas –de cuño liberal– introducen nociones tales como el autorrespeto y lo moralmente arbitrario, las justificaciones meritocráticas comienzan a verse tensionadas ya que deben explicar, entre otras cosas, en qué medida quienes no son considerados merecedores pueden mantener su autoestima en un entorno social de ganadores y perdedores. La réplica más rápida es que los perdedores en un sistema altamente competitivo y meritocrático están ellos mismos dispuestos a aceptar sus desventajas como resultados esperables de la lucha por las posiciones. En los casos más extremos dirán simplemente que las desigualdades son un hecho de mala suerte pero nunca algo injusto. Sin embargo, tales explicaciones carecen de hondura normativa puesto que, en general, no refutan la robusta posición anti-meritocrática rawlsiana ya sea porque, como en el caso de Walzer, equivocan el punto en discusión, ya sea porque como en el caso de Nozick simplemente asumen una posición contraria respecto de los atributos inmerecidos, o ya sea porque como en el caso de Scanlon no alcanzan a dar cuenta de cómo compensar totalmente las desventajas naturales al confiar básicamente en una poderosa igualdad de oportunidades sustantiva. En tiempos de radicalidad meritocrática, quizás sea oportuno sostener la radicalidad anti-meritocrática de Rawls, que se expresa, también, en el famoso eslogan fraternal de Louis Blanc: “De cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad”.
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Recibido el 05 de agosto de 2018; aceptado el 15 de noviembre de 2019.
1Es nuestra la traducción de todos los textos que figuran en inglés en la bibliografía.
2 Dice Rawls: “uno de los puntos fijos de nuestros juicios morales es que nadie merece el lugar que ocupa en la distribución de activos naturales, como tampoco merece su lugar inicial en la sociedad” (Rawls 2000, 288).
3El compromiso igualitario de Scanlon se manifiesta en sucesivos refinamientos de sus razones contra la desigualdad, que van cambiando en contenido y número. Originalmente fueron cuatro, luego cinco y finalmente cristalizan en las seis que aquí reproducimos. Para un estudio sobre la evolución del igualitarismo scanloniano, ver Wolff 2013.
4Scanlon refiere estudios de Michael Marmot et. al. en los que se demuestra que “las desigualdades en la salud parecen principalmente derivadas de dos efectos de la desigualdad […]: la experiencia de tener un estatus social bajo y de estar bajo el control de otros, especialmente en el lugar de trabajo” (Scanlon, 2018: 6). Ver también, Callinicos 2006, 264-265.
5En particular, fue Michael Sandel quien sistematizó la crítica al “yo deontológico” rawlsiano, un yo “despojado de todos los lazos constitutivos posibles”, un yo “demasiado despojado como para ser capaz de ‘merecer’ en el sentido habitual, ya que los postulados del mérito presuponen seres densamente constituidos” (Sandel 2000, 220-221).
6Sobre el renovado anti-igualitarismo gestado en torno de la alianza de racionalidades neoliberales y neoconservadoras, especialmente en los países desarrollados, pero no sólo en ellos, ver los incisivos estudios de Wendy Brown (Brown 2006 y 2018).