Páginas de Filosofía, Año XIX, Nº 22 (enero-diciembre 2018), 33-50
Departamento de Filosofía, Universidad Nacional del Comahue
ISSN: 0327-5108; e-ISSN: 1853-7960
http://revele.uncoma.edu.ar/htdoc/revele/index.php/filosofia/index
ARTICULOS/ARTICLES
VARIACIONES SEMÁNTICAS DEL CONCEPTO DE CRISIS EN WALTER BENJAMIN
SEMANTICAL VARIATIONS OF THE CONCEPT OF ‘CRISIS’ IN WALTER BENJAMIN
Mariela Silvana Vargas Universidad Nacional de Salta
Resumen:
La noción y la experiencia de la crisis son consustanciales a la modernidad, a su diagnóstico y su autocomprensión no sólo como crisis económica y política, sino, de modo más fundamental y abarcador, como crisis de la comunidad, de la transmisión y la tradición y, finalmente, como crisis de la modernidad misma. La obra de Walter Benjamin, en la medida en que constituye un esfuerzo de articulación filosófica de una serie de experiencias políticas, estéticas y metafísicas moldeadas por crisis, se revela de gran utilidad no sólo para comprender el contexto filosófico y político en el que se formó, sino también los usos actuales del concepto. Sostendré que es posible aislar en los textos benjaminianos tres variantes semánticas diferentes, aunque no excluyentes entre sí, de crisis e intentaré mostrar que sus reflexiones sobre el concepto de crisis en el contexto de las transformaciones modernas dotan a éste de un matiz semántico novedoso que lo diferencia de las concepciones antigua y moderna. En esta nueva acepción de crisis reside también el potencial crítico del concepto.
Palabras Clave: Crisis; Modernidad; Historia; Walter Benjamin; Reinhart Koselleck
Abstract:
The notion and experience of the crisis are inherent to modernity, its diagnosis and self-understanding not just as an economical and political crisis, but in a more fundamental and comprehensive way, as crisis of the community, of transmission and finally as crisis of modernity itself. Walter Benjamin’s work constitutes an effort to articulate philosophically political, aesthetical and metaphysical experiences shaped by crisis and therefore
reveals itself as useful to understand not only its philosophical and political context, but also the current uses of the concept of crisis. I will argue that it is possible to isolate three semantic variations, although not mutually exclusive, of the notion of crisis in Benjamin’s works and I will show that his reflections on the concept of crisis in and of modernity introduce a new semantic nuance, that differentiate from the ancient and modern understanding of crisis. In this new connotation of the concept resides its critical potentiality.
Key Words: Crisis; Modernity; History; Walter Benjamin; Reinhart Koselleck
1. Introducción
La omnipresencia del concepto de ‘crisis’ para hablar y dar cuenta de nuestro presente histórico en tanto deriva moderna, así como el retorno perenne de los diagnósticos retrospectivos de la naturaleza crítica de la modernidad, condujo a una suerte de vaciamiento del concepto, lo que permite asignarle múltiples significados. Reinhart Koselleck en su artículo dedicado al concepto de crisis en Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social llama la atención sobre el “uso inflacionario de la palabra, que abarca casi todos los aspectos de la vida” (Koselleck 2010, 203). El término crisis permite expresar tanto el estado anímico que acompaña a la incertidumbre sobre el desenlace de los acontecimientos, es decir, la experiencia subjetiva y la forma de denominarla, como los cambios objetivos que abren paso a lo incalculable. Este último elemento aparece ligado, a veces, a la idea de revolución como desenlace esperable. Sin embargo, es una particularidad de las reflexiones actuales sobre la crisis el hecho de que mientras que esta noción aparece ligada a la idea de una catástrofe ecológica, política o social inminentes, con la connotación de urgencia, permanencia y aceleración que le es propia, pareciera que en cambio la idea de ‘revolución’ nunca ha estado tan alejada de nuestro horizonte de expectativa, para decirlo con un concepto koselleckiano. Es una curiosidad de nuestro tiempo, y no una de las menos filosóficas, que mientras más acuciante se hace la idea de crisis, más distante del imaginario político se sitúa la idea de revolución, que más bien ha pasado a formar parte del patrimonio de los museos y de la musealización del pasado histórico.
De acuerdo con Koselleck el concepto de ‘crisis’ es un concepto fundamental [Grundbegriff], es decir, es irremplazable por otros términos similares. Los conceptos fundamentales se caracterizan por ser inalterables y porque su formulación lingüística se mantiene inmutable
durante largo tiempo, por lo que están, por esta misma razón, sujetos a discusión y controversia. Es propio de estos conceptos también poseer una particular estructura temporal interna, que contiene intercalados diferentes estratos de significados pasados, al tiempo que posibilita ciertas expectativas de futuro (Cf. Koselleck 2004, 38). El concepto, o mejor dicho, su historia en tanto historia de los cambios políticos y sociales de los contextos que aquél expresa, permite la traducción reflexiva tanto en el plano individual como en el colectivo de las transformaciones de la experiencia a lo largo de la historia. Desde su origen en el mundo griego, el término ‘crisis’ connota inseguridad, sufrimiento y la referencia a un futuro, cuyas condiciones y fundamento no son todavía enteramente reconocibles, al tiempo que es necesario tomar una decisión urgente, crucial e irrevocable entre alternativas extremas (Cf. Koselleck 2010, 204ss). ‘Crisis’ tiene su origen en el vocabulario médico y designa en la acepción registrada por el Diccionario crítico-etimológico castellano e hispánico “una mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento” (Corominas y Pascual 2007, 245), es decir, implica la posibilidad de un progreso o de un retroceso. La noción griega de crisis está emplazada así en el orden del kairós, del tiempo significativo ordenado como proceso, en oposición a chronos, el tiempo cuantitativo, homogéneo y vacío. Finalmente, también la tradición jurídica se apropiaría del término para expresar ‘el momento en que se dicta una sentencia’, combinando de este modo un elemento temporal, el momento de inflexión, con una operación intelectual, la del juicio, que consiste en establecer una distinción.
Con la modernidad el concepto adquirió nuevos matices semánticos. Las principales transformaciones que condujeron a la aparición del ‘tiempo nuevo’ tuvieron lugar en el período que va desde 1750 a 1850 y que Koselleck denominó Sattelzeit o Schwellenzeit (Koselleck 1996, 69), tiempo acabalgado o umbral de época en el que emerge uno de los rasgos propios de la crisis moderna: la disyunción entre espacio de experiencia (Erfahrungsraum) y horizonte de expectativa (Erwartungshorizont) a raíz de la aceleración y la influencia de la idea de progreso. La modernidad es el escenario del surgimiento de una particular ligazón entre crisis y crítica, una idea presente en la tesis koselleckiana de una patogénesis de la modernidad. Esta tesis suponía la existencia de un cuerpo enfermo, la sociedad, necesitado de la tarea medicinal de la crítica. En este sentido, la noción y la experiencia de la crisis son consustanciales al diagnóstico y la autocomprensión de la modernidad, no sólo como crisis económica y política, sino, de modo
más fundamental y abarcador, como crisis de la comunidad, de la transmisión y la tradición y, finalmente, como crisis de la modernidad misma (Koselleck 2007).
Estas transformaciones semánticas que afectan al concepto de crisis hacen visible su centralidad y actualidad, así como también la necesidad de una indagación más profunda de los significados que puede adoptar este concepto. En este sentido, la obra de Walter Benjamin, en la medida en que constituye un esfuerzo de articulación filosófica de una serie de experiencias políticas, estéticas y metafísicas moldeadas por la crisis, se revela de gran utilidad no sólo para comprender el contexto filosófico y político en el que se formó, las primeras décadas del siglo XX en Alemania, sino también como herramienta para pensar la crisis del mundo contemporáneo, en el que el uso inflacionario y nebuloso del concepto exige redoblar nuestra atención en pos de cierta claridad. Sostendré que es posible aislar en los textos benjaminianos tres variantes semánticas diferentes, aunque no excluyentes entre sí, de ‘crisis’ e intentaré mostrar que sus reflexiones sobre el concepto de crisis en la modernidad dotan a éste de un matiz semántico novedoso que lo diferencia de las concepciones antigua y moderna. Finalmente, argumentaré que en esta nueva acepción de crisis reside también el potencial crítico del concepto.
2. La República de Weimar o la crisis de la modernidad
A diferencia de otros períodos ‘clásicos’ en la historia, la modernidad clásica alemana [klassische Moderne], una designación que excede el núcleo expresivo estético del período e impregna el discurso político, teológico, filosófico y social de los años veinte,1 fue interpretada
por sus adeptos y detractores como un período de crisis, como una situación de absoluta apertura e indefinición de un futuro desconocido, íntegramente temporalizado, y en el interior del cual se consumía rápidamente toda idea de consistencia y de referencia comparativa posible con el pasado. La modernidad clásica era un escenario desordenado en el que convergían elementos heterogéneos propios de un mundo ideologizado, politizado y tecnificado (para el que la experiencia fundamental era la de un tiempo siempre nuevo y abierto en dirección al futuro) y en el que la ‘velocidad luciferina’ (Oncina Coves 2003) con la que se producían los procesos sociales y se registraban sus efectos, exigía reescribir el vocabulario político y social y redoblar esfuerzos para producir coherencia individual y social, con la consecuente desestabilización de las estructuras heredadas. Esta crisis de la tradición se hacía visible también en la merma del potencial de pronóstico de las antiguas historias, con el consiguiente protagonismo del futuro y la pérdida del valor ejemplar del pasado.
Sociológicamente, la crisis se manifestaba en el relajamiento de los lazos que ataban a los individuos a las formas de vida y organización tradicionales, así como en la proliferación de proyectos de vida y expectativas que no estaban ya determinados necesariamente por las experiencias pasadas o por las leyes de la comunidad y que se relativizaban unos a otros. Secularización, racionalización, aceleración, capitalismo y anomia son los nombres de la crisis moderna, que revelaban todo orden existente como contingente y dotado de un anclaje meramente contextual. Desde el punto de vista metafísico, la modernidad inauguraba un mundo completamente inmanente. La sociedad no era considerada ya como el lugar donde se realiza el sentido trascendente de la historia, sino un conjunto de relaciones segmentadas, plurales y provisorias, cuya fisionomía coincidía con el rostro de la gran ciudad.
Este breve relevo muestra que la crisis constituye la ‘forma’ de la modernidad. El diagnóstico fundamental de la crisis de la modernidad fue proporcionado por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1920) y acuñado en aquellas metáforas que, como señala Blumenberg, parecen pertenecer a su época más que a él mismo, del desencantamiento del mundo [Entzauberung der Welt] y la jaula de hierro [stahlhartes Gehäuse], cuyo arco recubre la extensión misma de la modernidad. El consenso epocal no implicaba, sin embargo, en absoluto un acuerdo sobre las soluciones adecuadas. No obstante, había un rasgo común entre las respuestas de la modernidad clásica a su crisis constitutiva: estaban marcadas por la radicalidad de la teoría, la que, a su vez, exigía idéntica radicalidad en la praxis. La orientación de ésta última apuntaba por lo general a una neutralización de la modernidad mediante estrategias para la recuperación de certezas absolutas y para la producción de una nueva comunidad, en lo que podrían considerarse propuestas para una superación antimoderna de la modernidad. Por su parte, las reacciones de la teología y, en particular, de la teología protestante, se inclinaban hacia la restauración ortodoxa de la Iglesia evangélica o bien hacia una ‘Krisentheologie’, como la de Friedrich Gogarten, que rechazaba toda mediación entre la religión y la realidad.
Esta lectura de la crisis como problema religioso, junto con sus soluciones ambivalentes se encuentra también en Paul Tillich, quien en 1932 en el marco de su programa de llevar la interpretación religiosa de la historia al socialismo sostenía que el pensamiento político no se nutre solo de la utopía, sino también de la conexión con el origen, con las fuerzas del suelo, la sangre, el grupo social y la tradición. Ernst Bloch, por su parte, en un artículo publicado 1924 sobre la persona y la política de Adolf Hitler, reclamaba subsumir el movimiento hitleriano en una categoría más alta, al que consideraba como un sucedáneo equivocado de la revolución (Cf. Schürgers 1989). Las salidas de la crisis pensadas por la teología y la filosofía pretendían, vía una utopía proyectiva o retrospectiva, abandonar la jaula de hierro o bien hacerla estallar. Las coincidencias entre la derecha y la izquierda de la época se producían precisamente sobre este umbral de un “credo colectivista” (Bracher 1982,
146) como frente común contra el capitalismo, el liberalismo y un pluralismo democrático que se percibía como desestabilizador. 2 En el interior de aquella misma jaula Walter Benjamin ensayaba sus propios diagnósticos y pronósticos.
3. Tres acepciones de ‘crisis’ en Benjamin
3.1 ‘Crisis’ como curso indetenible de la historia hacia la catástrofe
Esta acepción de ‘crisis’ expresa el desequilibrio moderno entre experiencia y expectativa, por el que el futuro se abre como progreso a raíz de la aceleración vertiginosa de la historia y de la preeminencia del vector del progreso en la interpretación de la historia en la modernidad (Koselleck, 2004). La posición de Benjamin en relación al progreso es diferenciada y presenta matices críticos, una característica que se observa principalmente en la distinción que efectúa entre un uso crítico y un uso
acrítico de la idea de progreso. Así, mientras que en el siglo XIX “el concepto de progreso tenía todavía funciones críticas” (GS V, 596)3, en tanto permitía llamar la atención hacia los “movimientos retrógrados en la historia” (GS V, 596), en el siglo XX el concepto de progreso encubría regresiones económicas, políticas y sociales. En el Convoluto N del Libro de los Pasajes, que contiene abreviado el armazón teórico y metodológico de su proyecto de una pre-historia [Ur-Geschichte] del siglo XIX, Benjamin convierte sus reflexiones sobre el carácter nocivo de la fe en el progreso en un auténtico punto de vista teórico-metodológico de carácter radical y sostiene la tesis de que “el concepto de progreso ha de ser fundado en la idea de la catástrofe” (GS V, 592). En el fragmento de Dirección Única titulado “Avisador de incendios” Benjamin advertía contra el optimismo diletante de aquellos que concebían la revolución como resultado ‘natural’ o ‘inevitable’ del progreso económico y técnico, que “si la abolición de la burguesía no se cumple antes de un momento casi calculable de la evolución técnica y científica (indicado por la inflación y la guerra química), todo se habrá perdido. Es preciso cortar la mecha antes de que la chispa alcance la dinamita” (GS IV, 122).4
El análisis benjaminiano de la idea de progreso se concentra en sus supuestos, en particular, en el de una concepción lineal y homogénea del tiempo histórico, de la que depende la idea de progreso. Esta idea constituye para Benjamin no sólo un problema de teoría, sino que es a la vez un indicador del grado de pasividad y conformismo político en el que habían recaído los actores sociales y políticos de la República de Weimar. Para Benjamin, la ideología del progreso operativa en su presente histórico no sólo afectaba una adecuada comprensión de la historia, sino que había minado las posibilidades de una genuina praxis política. En los más diversos actores sociales estaba profundamente enraizada una creencia acrítica en un progreso que, en su despliegue necesario como potencia activa y autónoma, conduciría al perfeccionamiento de la humanidad, a la emancipación y la justicia (Cf. GS V, 598s). Incluso las propuestas políticas de la socialdemocracia alemana estaban afectadas por la fe en el progreso y por la idea de que el trabajo constituye la fuente de la emancipación: “Nada ha corrompido tanto a la clase trabajadora alemana como la idea de nadar a favor de la corriente. El desarrollo técnico era para ella como el empuje del torrente con el cual creía estar nadando. De allí no había mas que un paso a la ilusión de que el trabajo fabril […] representaba por sí solo una acción política” (GS I, 698s). La creencia en el progreso conducía así a una crisis de la praxis política.
Esta perspectiva crítica sobre la historia resume la experiencia de una generación para la cual el avance de la técnica, como un “intento por celebrar nuevos e inauditos desposorios con las potencias cósmicas” (GS IV, 147), culminó en la destrucción y la guerra. El progreso técnico, como portador de la posibilidad de emancipación del reino de la necesidad, no solo generó relaciones destructivas con la naturaleza, sino que extendió la lógica de dominio de la relación con la naturaleza a la relación con los seres humanos. Benjamin denunciaba así a la socialdemocracia alemana, que “no quiere ver más que los progresos del dominio sobre la naturaleza y se desentiende de los retrocesos de la sociedad” y que muestra ya los “rasgos tecnocráticos que aparecen posteriormente en el fascismo” (GS I, 699).
La tesis novena de Sobre el concepto de historia presenta una imagen que, en la medida en que ofrece una mirada diferente sobre el transcurso de la historia, propone un antídoto contra la embriaguez del progreso: Tal es la mirada del ‘Ángel de la Historia’, que con los ojos “desmesuradamente abiertos” y la boca abierta, mira atónito hacia el pasado. “En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. Bien, quisiera demorarse, despertar de los muertos y volver a juntar lo destrozado. Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha enredado en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra, irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso” (GS I, 697s).
Si la humanidad le permite al tren del progreso seguir su camino ya trazado por los rieles de la técnica nos precipitaremos hacia un choque, el desastre, o el abismo. Frente a esta urgencia Benjamin no dirige sus esfuerzos a gestar un impulso restaurador de un pasado mejor, ni deposita su confianza en una figura de autoridad que pudiese sostener o retrotraer la situación a su inicio. No se trata de retrasar el arribo de un futuro concebible sólo en términos apocalípticos, sino de detener el curso de la historia. La tarea es colectiva y revolucionaria, pero el papel de la revolución consiste en interrumpir el curso de los acontecimientos, detener la historia. “Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presentan de muy distinta manera. Puede ser que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en tren aplica los frenos de emergencia” (GS I, 1232)5. Por el contrario, y como reacción a la crisis del progreso y sus consecuencias, Benjamin propone un modelo de acción política en el que el concepto princeps no es el progreso, sino la “actualización” (GS V, 574), que supone una relación particular de rememoración y justicia en relación al sufrimiento pasado. Se trata de una pesimismo activo, organizado, práctico, cuya voluntad política “se nutre de la imagen de los antepasados oprimidos y no del ideal de los descendientes libres” (GS I, 700).
3.2 Crisis como tabula rasa o renovación de la humanidad
Una segunda variante semántica del concepto de crisis es reconocible en los textos Benjamin, en particular, en aquellos dedicados al análisis de las transformaciones de la vida, el cuerpo humano y sus facultades en el contexto de la gran urbe moderna. Benjamin interpreta la crisis moderna como una crisis antropológica, como una crisis de lo humano, acicateada por los avances tecnológicos y su incidencia descontrolada sobre las formas tradicionales de producción y recepción de las obras de arte y otros productos culturales. Su uso de ‘crisis’ tiene así un sentido periodizador de la historia, pues permite dividirla al menos en dos grandes unidades y opone lo venidero, producto de la crisis actual, al mundo tal como era conocido. Este proceso es rastreado por Benjamin en su estudio de las modificaciones de la percepción y de la “facultad mimética” (GS II, 210-213), conceptualizado en expresiones como “atrofia del aura” (GS 1, 440) de las obras de arte, y expresado en la tesis del “fin del arte de narrar” (GS II, 439). Todos estos cambios transforman radicalmente la relación del hombre con el pasado y la tradición, alterando su carácter rector y ordenador del sentido del presente.6 Uno de los conceptos más importantes con los que Benjamin diagnostica las transformaciones modernas es el de la “pobreza de la experiencia” [Erfahrungsarmut] (GS II, 214). Benjamin registra un empobrecimiento de la experiencia y un aumento de lo que él denomina ‘vivencias’, que son inmediatas, no elaboradas y cuya forma es la del ‘shock’, que penetra violentamente el envoltorio de la conciencia. Mientras que la experiencia supone una comunidad y está ya siempre inserta dentro de una trama de significados compartidos y presenta, por lo tanto, una de las principales características que Benjamin le adscribe a la experiencia, a saber, la transmisibilidad, las vivencias son, por el contrario, absolutamente individuales, incomunicables e intransferibles y tienen lugar en un reducto de la subjetividad desacoplado de la posibilidad de simbolización mediante el lenguaje.
Benjamin caracteriza a la modernidad a través de la ruptura con el lazo de la tradición y la dificultad para asegurar la transmisión de contenido supraindividuales que antaño dotaban de sentido a la vida individual y comunitaria. Como consecuencia de ello el vínculo con el pasado se encuentra fundamentalmente dislocado, pues no hay ya relación entre experiencia y expectativa, o para decirlo en otros términos, entre recuerdo y esperanza. Esta alteración de una de las funciones estabilizadoras centrales garantizada por la continuidad y la conexión entre pasado y futuro, como lo es la posibilidad de efectuar pronósticos, hacía que la crisis que se cierne sobre la sociedad moderna implicase para Benjamin la amenaza de una destrucción tal que obligase a la humanidad a hacer tabula rasa de lo experimentado y transmitido social, política y culturalmente y comenzar de nuevo.
La inflación y la crisis económica de finales de los años veinte en Alemania ponían de manera más cruda en evidencia la disolución de los lazos sociales tradicionales por el efecto corrosivo del dinero sobre los vínculos humanos. En el fragmento titulado “Panorama Imperial” de Dirección Única Benjamin afirma que “al ocupar el dinero de forma devastadora el centro de todos los intereses vitales, por un lado, y constituir justamente, por el otro, la barrera ante la que fracasan casi todas las relaciones humanas, van desapareciendo más y más tanto en el ámbito de la naturaleza como en el las costumbres, la confianza espontánea, la calma y la salud.” (GS IV, 96). Esta universalización del principio de intercambio en el capitalismo va de la mano de la fascinación que las mercancías ejercen sobre los paseantes de la ciudad. Los pasajes parisinos, con sus negocios coloridos y sus promesas de felicidad prêt à porter, son las nuevas “casas de ensueño del colectivo” (GS V, 511), en las que se realiza la única experiencia posible en la gran ciudad: el consumo, sin que esta proliferación del fetiche mercancía conduzca por su parte a alguna forma de ‘reencantamiento’ del mundo.
Esta nueva humanidad, cuya forma final es todavía desconocida, pero que ha perdido hasta “la capacidad conversar y la ironía” (GS IV, 98), es saludada por Benjamin como una nueva barbarie, como un recién nacido en pañales que ha dejado tras de sí la totalidad de la cultura y la humanidad, tal como se la conocía hasta entonces. Frente a la pérdida de valores comunes de referencia y a la dinamitación de la relación entre experiencia y horizonte de expectativa, Benjamin celebra sin nostalgia las nuevas posibilidades constructivas que la destrucción ha arrojado al regazo de estos nuevos bárbaros. De acuerdo a este “concepto nuevo, positivo de barbarie” (GS II, 215), el bárbaro es aquel que “retoma desde el comienzo”, que “empieza de nuevo”, que “construye a partir de poco”, que “hace tabula rasa”. Lo que se avizora aquí es una renovación de la humanidad, por la cual esta efectivamente comienzaría a “transformar la realidad” (GS II, 217). Si la tradición es la memoria de experiencias colectivas que permiten nuevas formas de articulación de la acción política, en el contexto moderno la acción no puede remitirse ya a un horizonte de sentido organizado por el pasado. En este punto Benjamin considera que allí donde quedan ruinas también nacen, por ello mismo, caminos. El desmoronamiento de la tradición no es solo pérdida, sino liberación de un potencial crítico y creador que sólo puede salir a la luz por este resquebrajamiento.
3.3 Crisis como mantenimiento del status quo, como violencia de lo fáctico.
En esta variante semántica de ‘crisis’, tal vez la más interesante y actual de las tres, el término no connota un cambio urgente o inminente, sino más bien una “destemporalización” (Hartog, 2012) y la estabilización de lo existente: “el que las cosas ‘sigan así’, eso es la catástrofe” (GS V, 592). Encontramos aquí un matiz semántico o desplazamiento en el uso del término ‘catástrofe’. Mientras que en la primera acepción que presentamos de la noción de crisis la catástrofe era la desembocadura natural del curso de las cosas bajo el signo del progreso, en la República de Weimar, los signos políticos y sociales de la decadencia no mostraban dinamismo alguno ni una dirección, sino una estabilidad pavorosa. En la Alemania de la República de Weimar, “los instintos de la masa vagan a la deriva, ajenos a la vida” (GS IV, 95), “la diversidad de los objetivos individuales se vuelve irrelevante ante la identidad de las fuerzas determinantes” (GS IV, 95) y la ceguera del ciudadano promedio, su “desvalido apego a las ideas de seguridad y propiedad” le impide, según Benjamin, “percibir los mecanismos estabilizadores, altamente novedosos y significativos, sobre los que reposa la situación actual. Como la relativa estabilización de los años anteriores a la guerra le favorecía, se cree obligado a considerar inestable cualquier situación que lo desposea. Sin embargo, las situaciones estables no tienen por qué ser, ni ahora ni nunca, situaciones agradables, y ya antes de la guerra había estratos para los que las situaciones de estabilidad no eran sino miseria estabilizada.” (GS IV, 94s). Esta situación es para Benjamin similar a la de los habitantes de una ciudad sitiada que “empiezan a quedarse sin alimentos ni pólvora, y para los cuales, de acuerdo a todo cálculo humano no cabe ya esperar salvación” (GS IV, 95), por lo que la rendición incondicional podría ponderarse sin problemas. Sin embargo, el “poder mudo e invisible” que los asedia “no se sienta a negociar” (GS IV, 95). Es la fuerza de lo fáctico.
Mientras que hasta entonces la crisis era un indicador del surgimiento de una nueva conciencia del tiempo histórico, vinculada al progreso o a la revolución, para Benjamin tras la crisis de su tiempo no se insinuaba transformación alguna, sino solo la estabilización de lo existente, la ausencia de promesas. La permanencia de lo mismo es expresada por Benjamin a través del concepto de lo ‘siempre-igual’ [immerwiedergleich] (GS V, 429), de la ausencia de cambio y de una fijeza mítica del presente, contrarias a la conciencia y a la posibilidad de hacer historia. Por el contrario, “lo más propio de la experiencia dialéctica es disipar la apariencia de lo siempre-igual, e incluso la de la repetición, en la historia. La genuina experiencia política está absolutamente libre de esta apariencia” (GS V, 591). Bajo su aspecto de eterna recurrencia de lo mismo esta variante semántica del concepto de crisis se convierte en la figura central de la modernidad, que conlleva a su vez una crisis de la praxis política y literaria.
Para comprender mejor esta noción benjaminiana de crisis puede ser de utilidad contrastarla con una perspectiva diferente, tal como lo es la concepción de Antonio Gramsci de la crisis orgánica como un proceso histórico. Para Gramsci “la crisis consiste justamente en que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer, y en este terreno se verifican los fenómenos morbosos más diversos” (Gramsci 2018, 56). Así, mientras que para Gramsci la crisis designa una fase histórica compleja, de larga duración, que conduciría a una desaparición del actual bloque histórico y al surgimiento de nuevos sujetos históricos, Benjamin no ve nada nuevo que esté por nacer, ni nuevos y revolucionarios actores sociales y en ello consiste justamente el aspecto profundamente crítico del presente. El desafío es entonces el de la “construcción de la vida” en momentos en que ésta se halla “mucho más dominada por hechos que por convicciones. Y por un tipo de hechos que casi nunca, y en ningún lugar, han llegado aún a fundamentar convicciones” (GS IV, 85).
La acción se revela como impotente para producir un auténtico cambio y, de hecho, la catástrofe en tanto continuidad de lo mismo implica “el haber perdido la oportunidad; el instante crítico” (GS V, 593). Ante esta situación se impone el abandono de las formas tradicionales y la adopción de nuevas estrategias de escritura, tales como el vuelco hacia los géneros menores, –el fotomontaje, la cita, el cine, el teatro épico, los folletos, aforismos e imágenes del pensamiento [Denkbilder] que permitan hacer estallar la jaula del presente. La catástrofe “no es lo que en cada momento está por delante, sino lo que en cada momento está dado” (GS I, 683). Parte de la respuesta benjaminiana a esta situación es encarnada por la figura del ‘carácter destructivo’, pues “para el que destruye hacer lugar significa una reducción perfecta, una erradicación incluso de la situación en que se encuentra” (GS IV, 397)7.
Si el peso inamovible del estado de las cosas del mundo cobra en Benjamin la dimensión de una catástrofe, el carácter destructivo, tal como lo presenta en el ensayo del mismo nombre de 1931 (GS IV, 396- 8), es aquel que está a la altura de la situación. Pues posee, por un lado, “la consciencia del hombre histórico” (GS IV, 398), cuyo sentimiento fundamental es descrito como el de una “desconfianza invencible respecto del curso de las cosas (y la prontitud con que siempre toma nota de que todo puede irse a pique)” (GS IV, 398); pero encarna, paradójicamente, por ellos mismo, la confianza. Ella hace que no perciba nada como duradero y que vea “caminos por todas partes” (GS IV, 398). Frente a la inminencia de la catástrofe esta figura sería capaz de hacer lugar, sobrevivirla de manera creativa y poco nostálgica. El accionar del carácter destructivo se caracteriza, por un lado, porque frente al efecto deshistorizante de lo siempre-igual, aquél tiene conciencia de que sus acciones poseen carácter histórico; por otro lado, sus acciones no se orientan conforme a un modelo o imagen ejemplar proveniente de la tradición (GS IV, 1000). Frente a la posibilidad de una ruptura irrevocable con la tradición, Benjamin señala que “el carácter destructivo milita en el frente de los tradicionalistas. Algunos transmiten las cosas en tanto que las hacen intocables y las conservan; otros las situaciones en tanto que las hacen manejables y las liquidan. A estos se les llama destructivos.”8(GS IV, 398).
4. Reflexiones finales
El breve repaso precedente por las diferentes aproximaciones de Benjamin a la cuestión de la crisis muestra que sus reflexiones se inscriben en una lucha semántica en torno a los conceptos, por fijar su uso y por definir nuevamente su significado, en un doble movimiento interpretativo y analítico. El resultado de estas operaciones es la elaboración y actualización de diferentes conceptos de crisis acorde a su presente histórico en direcciones novedosas. No está claro si Benjamin considera que las tres variantes semántica de ‘crisis’ – crisis como recorrido inexorable de la historia hacia la catástrofe; crisis como renovación de la humanidad y crisis como perpetuación del presente- conforman una tipología de la crisis, o bien si se trata de etapas o momentos de una sola gran crisis. Ello es en parte así porque Benjamin opera con los diferentes conceptos de crisis según el objeto de su análisis, sin desarrollar una reflexión conceptual o metodológica de segundo orden. Sin embargo, si se atiende a los diferentes momentos y contextos históricos en los que aparecen dispersos los distintos usos del concepto de crisis a lo largo de la producción teórica benjaminiana puede trazarse una línea que va desde las reflexiones iniciales durante la crisis política y económica de los años veinte en Alemania hasta el tratado de no agresión entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1939, caracterizada por la dificultad para desarrollar categorías teóricas y dar una respuesta política adecuada a los desafíos de la época. Esto abona la idea de que Benjamin estaría en cada caso y ante cada objeto (la fe en el progreso de la socialdemocracia alemana; las transformaciones que la guerra, la experiencia urbana y los nuevos medios técnicos operan sobre el hombre moderno; la ruptura entre experiencia y expectativa) intentando dar cuenta de una nueva situación inédita y de llamar la atención sobre las dificultades de pensar el presente histórico y su crisis de manera procesual y teleológica.
A pesar de los diferentes sesgos de cada variante semántica, todas poseen, sin embargo, un rasgo común, consistente en la distancia con los paradigmas tradicionales, de base biológica y procesual, de la crisis. En el marco de los paradigmas conocidos sobre ésta, tanto las crisis parciales o cíclicas, es decir, aquellas que se resuelven mediante modificaciones o adaptaciones al interior del régimen o matriz organizativa, como las crisis generales, cuya resolución supone una transformación radical del sistema organizativo, presuponen, a pesar de sus deferentes alcances, la aparición puntual en el tiempo de contradicciones, conflictos y elementos disruptivos. La integración, disolución y tratamiento de éstos es el camino que conduce a la resolución de ambos tipos de crisis. Al interior de estos modelos la idea misma de crisis incluye entre sus supuestos la salida de ésta, un elemento que estaba ya inscripto en sus orígenes en el discurso médico antiguo. La delimitación temporal de la crisis está conectada a su raíz biológica, que la liga a la continuidad de la vida tras la superación de la enfermedad, y a la posibilidad de la muerte. En ambos casos, luego de la crisis surge algo nuevo. En sus acepciones tradicionales la crisis produce una escansión, delimita ciclos vitales. Benjamin por el contrario, elabora sus nociones de crisis con el trasfondo proporcionado por la desintegración del esquema biológico nacimiento- destrucción-muerte-regeneración, para comprender la temporalidad de la crisis, por lo que los conceptos de crisis que operan en sus textos suponen la aparición de una nueva forma de crisis sin horizonte de transformación posible.
En Benjamin la noción más novedosa de crisis es aquella que adopta un matiz de apertura indefinida e incluso de indeterminabilidad, es decir, la exclusión radical de la posibilidad de que la situación sea controlada y reconducida a cauces tradicionales por una figura soberana restauradora o por un sujeto productor de forma, al tiempo que plantea la posibilidad de una perpetuación del status quo, de una permanencia de lo mismo y en lo mismo. A esta nueva forma de crisis, en la que la disolución de la fe en el progreso replantea a fondo las figuras de lo viejo y de lo nuevo, sin que quede claro dónde está la luz y dónde la oscuridad, dónde lo que muere y dónde lo que está naciendo, sino que pulula en un desfondamiento y una pluralidad irreductibles no le cabe ya el concepto tradicional de crisis. Pues estas crisis no suponen un elemento procesual
ni llevan implícita, por tanto, su resolución. En esta forma de crisis, la novedad podría quedar incluso desterrada de la historia. Es por ello que Benjamin vincula este rostro de la crisis a la catástrofe. Ya no se trata de un desastre venidero, sino del horror de que no venga nada verdaderamente nuevo, de una desaceleración del tiempo. En su formulación neohegeliana esta idea se tradujo en la tesis de que la democracia liberal constituía el estadio final del desarrollo de los estados occidentales. En su formulación teológica la estabilización de lo existente coincide con la figura del infierno y su particular temporalidad inercial y repetitiva.
En la medida en que las conceptualizaciones de la crisis en Benjamin no suponen una ruptura histórica radical en aras de un futuro mejor o del progreso, no parecen permitir estabilizaciones, ni conducen a decisiones, la crisis parece inaugurar una nueva noción de presente extendido, sin claros cortes hacia el pasado y sin un futuro que esté apresurándose a llegar. Esta nueva crisis está marcada por la perpetuación y la permanencia del presente en una suerte de plateau ‘post-histórico’, que afecta radicalmente el alcance y las posibilidades de la acción humana. Este es el punto en el que la crisis de la modernidad puede comprenderse fundamentalmente como una crisis de la praxis, en el doble sentido de una situación de reducción del margen de acción, y de una desorientación en relación a los nociones ordenadoras y que dotan de sentido a la acción humana. Las tres variantes semánticas de la crisis contienen también posibilidades críticas, pues al desmantelar el supuesto biológico por el cual se interpreta la organización de la vida social conforme al molde provisto por circuitos vitales presentes en el mundo natural, pierde sus amarras el discurso que ordenaba la historia hacia el punto de fuga dado por el progreso y dictaminaba retrocesos, estancamientos y decadencias. Esto permitiría la aparición de un mundo social auténticamente humano y más atento a los elementos contingentes de las formas de organización políticas, sociales y económicas, y abriría también un espacio para una escritura novedosa de la historia, capaz de capturar la especificidad de cada momento histórico. Metodológicamente, Benjamin propone la superación de este obstáculo epistemológico en el Libro de los Pasajes, donde sostiene que el espíritu de su investigación consistía en trabajar contra el supuesto de que existen “épocas de decadencia” (GS V, 571): “de ahí que toda ciudad (más allá de las fronteras) me resulte bella y que todo discurso sobre el mayor o menor valor de los discursos, inaceptable” (GS V, 571). En este sentido, tanto la posibilidad de una recuperación del espacio de acción
transformadora como la salida de la crisis, requieren un trabajo sobre una nueva concepción del tiempo y de la historia. Tal fue la meta del proyecto filosófico benjaminiano. Esta nueva forma de temporalidad que Benjamin intenta despejar para su presente recibe el nombre de ‘tiempo mesiánico’, para distinguirlo de toda procesualidad y modelo de aceleración del tiempo características de la filosofía clásica de la historia. Finalmente, las reflexiones de Benjamin contienen también el germen de una crítica salvadora de la filosofía de la historia, como forma de reflexión que indaga en la implicaciones teoréticas y prácticas de las transformaciones sociales e históricas y sus elaboraciones filosóficas. La actualidad de la reflexión benjaminiana de la crisis reside en haber detectado la manera en que en el marco de ciertos discursos y acontecimientos la noción de crisis se ha convertido en garante de la estabilidad misma de éstos, y más aún, en su principio de organización económica y sociopolítica. En este sentido, la noción de una crisis permanente configura un sentido de la realidad, cierto sentido común el que se configuran esquemas perceptivos y discursivos que determinan lo visible, lo decible, lo pensable en cada momento. Esta noción entraña una perspectiva correctiva pues hace visibles tanto los préstamos teológicos y premodernos, como el pago anticipado de los intereses de la posmodernidad, sin que nos sea permitido un abandono regresivo del presente y sus tareas.
1 Cf. Detlev Peukert, quien en su libro Die Weimarer Republik presenta la tesis de que el concepto de ‘klassische Moderne’ es útil para caracterizar la totalidad sociocultural de la época y no solo sus manifestaciones estéticas (expresionismo, abstracción, funcionalismo, constructivismo) (Peukert 1987, 11).
2 Así, el anticomunismo de la derecha podía encontrar aliados en el socialismo y entre los representantes de la izquierda, pues a pesar del antifascismo de ésta, era notorio un corporativismo similar al que caracterizaba a la derecha. Como muestra Hartmut Ruddies (1994: 19-36) en su estudio sobre los entrecruzamientos entre posturas ideológicamente antitéticas, una mentalidad autoritaria y antidemocrática, así como un pensamiento polarizado en términos de ‘amigo-enemigo’, estaban igualmente repartidos entre los distintos frentes políticos.
3 Las citas de las obras de Walter Benjamin (1997) serán tomadas de los Gesammelte Schriften (en adelante GS) según la manera estándar con el número de tomo en cifras romanas y la página correspondiente en números arábigos. Todas las traducciones son mías.
4 Una imagen semejante se encuentra en la Tesis XV de Sobre el concepto de historia, donde Benjamin cuenta la anécdota de los revolucionarios franceses disparando a los relojes. Cf. El comentario de Reyes Mate en Medianoche en la historia (2006) a dicha tesis.
5 Se trata de una de las notas preparatorias a las Tesis, que Benjamin no incluyó en la versión final del texto. El pasaje de Marx al que se refiere Benjamin se encuentra en La lucha de clases en Francia donde Marx afirma que “las revoluciones son la locomotora de la historia” (GS I, 1232).
6 Cf. Experiencia y pobreza: “¿Quién encuentra hoy gentes capaces de narrar como es debido? ¿Acaso dicen hoy los moribundos palabras perdurables que se transmiten como un anillo de generación a generación? ¿A quién le sirve hoy de ayuda un proverbio?
¿Quién intentará habérselas con la juventud apoyándose en la experiencia?” [….] “jamás ha habido experiencias, tan desmentidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró́ indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras estaba el mínimo, quebradizo cuerpo humano.” (GS II, 214).
7 Un análisis detallado de la figura del carácter destructivo ofrece Irving Wohlfarth en “Tierra de nadie: sobre ‘El carácter destructivo’ de Walter Benjamin” (Wohlfarth 2015, 103-152).
8 Una variante sugestiva de esta última formulación se encuentra en las Notas sobre ‘el carácter destructivo’ (GS IV, 999-1001), en la que sostiene: “algunos hacen las cosas transmisibles (son sobre todo conservadores, naturalezas coleccionistas y conservantes), otros hacen las situaciones manejables, citables, por así decirlo: esos son los caracteres destructivos” (GS IV, 1000).Referencias bibliográficas
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Recibido el 23 de abril de 2018; aceptado el 08 de octubre de 2018.